Ay, ¡el gym!

Ay, ¡el gym!
Fecha de publicación: 
28 Octubre 2018
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Muchos son los dolores de cabeza con los que día a día nos toca lidiar a las mujeres, a las cubanas, a las de siempre; aunque, si de lucir bellas se trata —o al menos en correspondencia con el ideal de belleza de cada una—, la cosa sí se complica.

Sabido es que mantener el cabello teñido, las uñas arregladas, cejas como Dios manda, se las trae; sobre todo si el salario no está “dispuesto” a asumir tales gastos al unísono, como sucede casi generalmente.

Pero para lo cual tenemos que volvernos magas, o conseguir un mago que nos ayude, es para la práctica de ejercicios físicos, al menos tres veces por semana como nos advierten los anuncios televisivos, de cara a nuestro bienestar.

En cualquier zona del país, hasta en las montañosas y las de más difícil acceso puede encontrarse un gimnasio biosaludable, pero muchas cubanas, principalmente las más jóvenes, que no “están para salir en las tardes a  caminar por la ciudad”  apuestan por acudir a otros espacios para ejercitarse.

Y se torna más enredado aún el asunto de elegir a cuál ir, en consonancia con el bolsillo, su ubicación geográfica y hasta el “prestigio” ganado en la sociedad, según la cantidad de aparatos y de matriculados que tienen.

Están los de dos pesos (CUC) al mes, los de cinco, 10 y ¡hasta 20!, según las características del gimnasio- o gym como ya suelen llamarle muchos de los que asiduamente los visitan-, o la experiencia del profesor en esos menesteres.

Yo, joven y periodista al fin- lo de periodista, por mi salario claro porque nadie me exige un cuerpo “descomunal” para mi profesión- me aventuré a inscribirme en uno de ellos, a pocas cuadras de mi casa; y más que por la cercanía, debido a los dos CUC.

El profesor- uno solo- no tenía tiempo para atender a todas las mujeres que allí confluíamos; ¿y las inexpertas?, sin otra alternativa que pedir consejos a las más avezadas en la materia para al menos elaborarnos nuestras rutinas y no pagar la cuota en vano.

Pese al calor, la espera para acceder a las máquinas y pesas, aguanté el primer día; y ya el segundo, tuve la mala suerte de percatarme de que mi vestimenta no hacía juego con las de los demás, incluso, de los hombres.

Mis tenis no eran de “marca”, mi licra no combinaba con la camiseta ni era de las traídas de Guyana, Haití, Panamá, y no sé de cuántos otros países escuché las importaban. Necesitaba guantillas y un pomito cómico, de esos grandotes que vuelan en las tiendas recaudadoras de divisas cuando los sacan, y si los compras a un particular te mueres de la risa; porque el mío, que una vez tuvo refresco, no armonizaba con el entorno.

Y, ¡qué decir de las toallas! La gente tiraba en el piso o en los equipos unas enormes, de las que ni yo uso regularmente en mi casa, y miraban con asombro mi pedacito de tela (toalla también, pero más discreta).

Luego de varios esfuerzos por ponerme a tono con el ambiente- hablo de meses- aparece mi amiguita Heidy y me pasa al móvil, por la querida Zapya, aplicaciones para ejercitar los músculos, en la comodidad de mi hogar, sin salir de casa ni armarme un “uniforme”, que daba más dolor de cabeza que uniformidad.

Y ahorrativa como siempre —por obligación—, me confiné a mis cuatro paredes, a veces acompañada por quien se embulla, siguiendo las indicaciones de abdominales, planchas, sentadillas… desde mi móvil; para hacerme más saludable, o, al menos, creérmelo. 

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