Michael Moore: «Me lo escribían en la pared: traidor, vete a Cuba»
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Michael Moore ha saboreado su propia magdalena de Proust. Quizá no tan sofisticada y con un gusto diferente, más salado que dulce. Son las patatas Ruffles. Sobre estas, el autor de Bowling for Columbine es capaz de contar maravillas. Quizá no al estilo del creador de En busca del tiempo perdido, cuando relataba cómo al mojar su bollito en tila toda una memoria selectiva del pasado se le activó de manera mágica. Pero Moore, en su medida de chaval avispado y educado en un entorno católico de Michigan, es capaz de construir toda una teoría sobre esas patatas que podían ofrecer colinas y valles entre su dulce aspereza ondulada.
Gracias a que un día se quedó en su habitación sin nada que picar a deshoras, Moore descubrió el sentido de su vida. Salió hacia la máquina expendedora de Ruffles y se habían agotado las existencias. Pero hubo algo que le llamó la atención. El anuncio de un concurso. Un concurso de discursos sobre la vida de Abraham Lincoln…
El chico se animó y ganó. Desde entonces, en gran parte, Michael Moore se ha aplicado al arte de soltar soflamas poco contemplativas y azuzar debates. Sus películas documentales son eso. Sus libros también. Incluso Cuidado conmigo. Historias de mi vida (Ediciones B), un conjunto de relatos sobre episodios de su existencia que forman una memoria personal.
Este hombre que se zampa un fish and chips tan orondamente en un restaurante cercano a la calle de Ámsterdam en Nueva York ha sido el más odiado y a quien más han pedido perdón de EE.UU. En tiempo récord. Justo el que su país tardó en pasar de la euforia estomacal venida de la venganza por castigar a los causantes del 11-S a caer en la cuenta de que la habían tomado con un régimen que no disponía –como les habían contado– de armas de destrucción masiva.
Entre medias, a Moore lo denostaron, lo insultaron, lo amenazaron cuando pronunció el discurso de agradecimiento en los Oscar por Bowling for Columbine, documental que retrataba con cruda ironía la fiebre de las armas y la paranoia colectiva en su país. Su presidente acababa de declarar la guerra a Irak en pos de una patraña, y Moore se subió al estrado para clamar: «¡Qué vergüenza, señor Bush! ¡Qué vergüenza!».
Si llega a saber la que se montó, no lo repite. No por falta de ganas, ni por estar convencido de que tenía razón –que la tenía, y los hechos así se lo demostraron–, sino por haber puesto en riesgo a su familia. Pero nada más salir del escenario comprobó la que se le avecinaba. Fue después de recoger el premio. Las primeras palabras que oye un ganador del Oscar son:
«¿Champán? ¿Un caramelo?». Todo un espejismo. Pero a la copa y al dulce, en el caso de Moore, le siguieron los insultos: «Capullo», le soltó un tramoyista… Y a partir de ahí cayó de todo. «Eso fue muy fuerte, lo de aquel hombre. Luego me pidió perdón. Pero te prometo que mi discurso no fue premeditado. Me decidí a ello al ver el ambiente. Hice uno igual en la gala de los premios independientes [Spirit Awards, donde también se impuso], pero en los Oscar empezaron a abuchearme. Aquello me impactó y me volví loco. Empezaron a avisarme de que parara, y me dije: a la mierda, qué coño, ya sé que esta guerra va a costar un montón de vidas, que se basa en una mentira, y me desahogué. Tanto que mi mujer, al bajar, me puso con los pies en la tierra: ‘¿Por qué sacaste a relucir a Bush?’. Yo le contesté: ‘No lo he hecho…’. Pero es que ni me acordaba de lo que había dicho».
Fue un acto de euforia rabiosa. «Me convertí en alguien de referencia con ese discurso, pero de eso me di cuenta después. De la importancia que tuvo y el impacto me enteré más tarde, yo ni me lo imaginaba. Muchos progresistas en este país apoyaron la guerra. Políticos, periódicos… desde The New York Times hasta Harvey Weinstein, mi productor, mi agente también; estaba muy solo, era un traidor, me lo escribían en la pared: traidor, vete a Cuba…». Le salió al paso la soledad del compromiso. «Me gritaban cuando iba por la calle:
‘¡¡¡Hijoputa!!!’. Nunca pensé que me había equivocado. En lo único que me pasé fue poniendo a mi familia en peligro. Solo por eso creo que no lo haría de nuevo».
Tampoco le importa el hecho de tener razón. «No era difícil equivocarse. No soy un inspector de armas, pero estaba más que claro. Fue una mentira alucinante de la que se aprovecharon para mandar a gente a la guerra, da un poco de asco».
No entiende ahora por qué lo hizo. Pero resulta paradójico que en mitad de aquel escándalo causado a raíz de su borrachera antibelicista se decidiera a seguir. Pese a todo, o precisamente por todo, quiso hacer Fahrenheit 9/11. «Fue al mes de los Oscar. No sé cómo me decidí. Que si estoy loco…, quizá. El arte que merece la pena está directamente inspirado por la locura y no por la ambigüedad ni las medias tintas. Viene de los extremos, de los filos. Yo se lo advertí al equipo: solo un 20% de los americanos están de acuerdo con lo que vamos a hacer. Tampoco pensaba en Europa. La película no iba dirigida a los europeos –pese a que triunfó en Cannes con la Palma de Oro en 2004–, lo que deseaba era convencer a mis compatriotas de lo necesario que resultaba detener esto».
Hoy ha caído en el impacto que aquel documental descarnado produjo en la movilización contra la guerra de Irak. La CIA le investigó, el Gobierno puso todo a su alcance para desacreditarlo. Pero los hechos le dieron la razón: «La verdad es que no somos mala gente, un poco lentos, no conocemos el mundo, el 80% de los estadounidenses no abandonan el país, nuestro sistema educativo no es bueno; aun así, tienen buen corazón mis compatriotas y, cuando pruebas los hechos y meditan, son gente decente».
Lo malo, las consecuencias que deben sacar como país para una buena temporada. ¿Líderes? ¿De qué? «Perdimos con Irak el derecho moral de intervenir en ningún sitio. Estamos castigados, fuera de clase, meditando lo que hicimos para que no se vuelva a repetir. No tenemos derecho a inmiscuirnos en la tierra de ningún otro país durante una buena temporada».
En eso, el liderazgo de Obama debe moderar sus ánimos. No es aquella catástrofe de la era Bush, una época negra de la que todavía pagamos mundialmente las consecuencias. Pero Moore, en lo que se refiere al presidente demócrata, echa de menos un poco más de coraje. «Obama ha desperdiciado oportunidades, creo que quiere contentar a todo el mundo; un negro debe aprender los modos de actuar blancos para manejarse porque no tienes el poder y lo sabes. Un ejemplo de gran oportunidad histórica perdida fue la reforma de la seguridad social. Una pena».
Pero ahí estuvo Moore al quite con otro de sus grandes documentales, Sicko, sobre el subdesarrollado sistema sanitario estadounidense. «Lo hice por comparar… Países como España, Francia o Reino Unido quedan a años luz. Me apetecía que la gente supiera cómo son los sistemas de fuera. La razón por la que gozan de esos avances no es porque sean mejores, sino más listos. En esos países nadie debe preocuparse de que si pierde un trabajo y enferma se va a quedar en la calle sin ser atendido; por eso son mejores, más seguros».
La guerra, la política, el desmadre de las armas, la sanidad. Cuestión de principios. Es algo que queda claro al leer Cuenta conmigo. Principios que en parte debe a sus padres, a quienes homenajea en el libro, sobre todo a su madre. «Y no eran gente política, se preocupaban por ello, pero no estaban afiliados a nada. ¿Quién quiere personas comprometidas con la política cuando existe la buena gente, que te aporta valores, sin más?». Puede que el ánimo de Moore al escribirlo fuera la simple y llana memoria personal, pero lo que sobresale es la forja de una contundente fibra moral. La de una ética que debe mucho a unos progenitores de mente abierta en un mundo con tendencia a lo cerrado.
En el fondo, Michael Moore siempre quiso ser cura. El chaval que, convencido, entró en el seminario en busca de respuestas. El problema es que para encontrarlas preguntaba demasiado. Y eso, cuando las explicaciones se escapan a la lógica, acaba pesando. Por no hablar de las mujeres. «La verdad es que incluso ahora, a mi edad, no he abandonado el seminario, me tuve que ir porque me gustaban demasiado las chicas. Soy un cura con deseos sexuales, pero un cura. Me siento la misma persona. Ese chico que entró al seminario», comenta con una naturalidad algo enigmática.
Las chicas eran un problema serio. Más cuando entiendes la verdadera intención de Dios al crearlas: «Yo solo tenía claro que ellas respondían a una idea tan alucinante que pienso que en el sexto día de la creación, el Señor se debió de tirar como 23 horas diseñándolas. Son tan perfectas… Artísticamente irreprochables, sus curvas, su anatomía. A nosotros, en cambio, nos parió deprisa, no tuvo ni tiempo para colocar nuestros órganos reproductores dentro del cuerpo. ¿Por qué los puso fuera? Somos demasiado imperfectos, estamos hechos a todo meter. Resulta toda una ironía de la historia que nos pusieran al mando cuando ellas son mucho más fuertes, más listas, más completas que nosotros».
Lo malo fueron las coincidencias. Y el orgullo. El día que Moore entendió, entre los picores que le provocaba el sexo contrario y la insatisfacción de la fe, que el camino de la prédica no era lo suyo, recibió una llamada del rector. Había decidido abandonar, pero la actitud de su guardián de la fe casi le hace dar un paso atrás. ¡Eran ellos los que le querían echar! ¿Por qué? Porque hacía demasiadas preguntas.
De aquellos días le quedó una obsesiva tendencia hacia la austeridad. «Uno de los grandes retos de la formación como cura es el voto de pobreza… Eso me marcó. Si he hecho lo que he hecho ha sido porque me lo ha dictado mi conciencia. Nunca quise ganar un centavo, me he defendido desde siempre, vivo bien, soy feliz, y el hecho de que mi carrera haya producido tanta pasta ha empujado mi sentido crítico, el hecho de saber que se me ha apoyado por el público me impulsa a ser mejor». Lo que recibe, trata de devolverlo. «¿De dónde saco el dinero? De otros trabajadores que van a verlo, a 10 dólares la entrada; es decir, eso marca aún más mi responsabilidad, ¿o no? Además, ¿para qué necesitamos el dinero si no es para un techo y para mandar a mi hija a un buen colegio?».
Paga la comida, pero eso no le resta la sombra de obsesivo racaneo. «Lo que sobra no es para comprar yates, así que lo reinvertimos en más películas, o lo donamos, o lo gastamos en restaurar un cine en Michigan o montar festivales de cine, o dárselo a la gente de la familia que lo necesita. Mi mujer me lo echa en cara: ‘No gastas nada’, me dice. Tengo lo que necesito. Ella gasta algo más, solo hablo por mí mismo».
Lo que no le ofreció ni la Biblia ni el seminario se lo proporcionó el cine. «En el cine encontré que el mundo era un lugar oscuro y que había que arrojar luz sobre él. Y también que esa luz no siempre aparecía hacia el final de la película. Pienso por otra parte en cosas como Tiempos modernos, ese final, esa sencillez. Ese genio. Obras así pueden ayudarte a encontrar el camino hacia la luz, pero después es necesario hallarla por uno mismo. Las películas solo te avisan. Poseen el poder de convicción de los cuentos. Ocurre con la ciencia-ficción. En Metrópolis, Fritz Lang nos estaba preguntando: ‘¿Es este el futuro que queréis?’. En la Biblia no ocurre eso, no te plantean interrogantes, te imponen las respuestas, yo soy el camino, la verdad y la vida… Bueno, bien, quizá… Las películas no. Quizá te guían, pero las que me gustan son las que te obligan a pensar por ti mismo, las que encauzan el sentido crítico. Es lo que debemos enseñar a nuestros chicos, a preguntarse por qué, a no tragarse instantáneamente lo que nos cuentan los políticos en la tele».
Pero para eso es muy importante provocar experiencias colectivas. «Me gusta que la gente vaya al cine a ver mis películas. Hay un efecto contagio. El cine no es solo celuloide que emana de un proyector, es un arte compartido del que deben salir respuestas comunes”. Internet, cierto aislamiento ha devuelto la necesidad del contacto social, del contagio. “Ha vuelto a recuperarse el ansia del arte en comunión, los músicos lo hacen por dinero porque la industria se ha ido a la mierda, pero es mejor para todos. Y mis películas no están concebidas para ser vistas en solitario. Necesitan ser compartidas porque los problemas que plantean requieren soluciones comunes».
No quiere decir Moore que por el hecho de buscar unas reacciones concretas renuncia a una búsqueda creativa. Pero lo ha decidido llevar a cabo en forma documental por una razón paradójica. «La ficción es una gran verdad, películas como Senderos de gloria, de Stanley Kubrick, poseen esa fuerza. Pero eran otros tiempos. Ahora se impone lo contrario. No hay lugar para las alegorías porque esas, precisamente, han sido tomadas por los trileros del discurso viciado y las realidades paralelas contaminadas por el eufemismo. Esa es la razón por la que Moore elige su camino documental. “No hago filmes de ficción porque vivimos tiempos demasiado ficticios».
Eso le hace preguntarse a menudo –sin que halle aún una respuesta contundente– quién es él. «Soy un escritor, un cineasta, ciudadano… porque si no te involucras en una democracia, esta no tiene sentido. Aunque cuando hago mis filmes la prioridad es el arte. Las películas políticas me aburren por su didáctica, lo mejor para que funcionen no es el discurso, sino el vehículo artístico; eso favorecerá el contenido mucho más, porque, en el fondo, mi prioridad es hacer cine, no política; si no, hubiese montado un partido. Pero no, elegí el cine porque me gusta».
Tomado de El País
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