Mamá Dorantes

Mamá Dorantes
Fecha de publicación: 
13 Mayo 2018
0
Imagen principal: 

Gracias a un compañero de trabajo, que alquiló un bicitaxi y me acompañó, llegué al policlínico que está en la calle Monserrate, cerca del preuniversitario de la Habana Vieja. Un médico y un enfermero me atendieron al instante, me hicieron un electrocardiograma y lograron poner mis latidos en orden. Luego llegaron mis tres hijos y mi esposa, y volvimos a casa.

Esa noche, mi esposa Leonor y yo fuimos al Cuerpo de Guardia del Hospital Cardiovascular de La Habana. Al llegar, mi suegro, Pipo, que vive más lejos que nosotros del hospital, ya estaba allí. Aparte de su preocupación por mí, Pipo tenía razones propias para asistir: a él le habían salvado dos veces la vida allí y su fe cristiana lo obligaba moral y espiritualmente. El hecho es que, cuando Leonor y yo llegamos, ya Pipo había revolucionado el sitio con su carisma. Pronto me atendió una amable doctora peruana, Evelyn Ticona, y otra joven y talentosa doctora cubana del Cimeq. Para mi sorpresa, en cuanto vieron mi electro, coincidieron en un prediagnóstico y me dieron la noticia:

—Usted tiene que hacerse un tratamiento lo más pronto posible.

La oración parecía una sentencia.

—¿Cómo es posible, si yo llevo una vida sana?; no fumo, no bebo, como vegetales, practico ejercicios...

—No es eso; es que usted padece un síndrome de nacimiento.

Salimos del hospital y nos sentamos en la calle Paseo. Si yo estaba asustado, Leonor parecía aterrada: teníamos tres muchachos, éramos jóvenes, llevábamos una vida sencilla y sana, y de pronto el destino nos estaba haciendo una jugada sucia. Por suerte, mi suegro, que es un tipo operativo, empezó a prepararme desde ese día para lo que me esperaba en el salón.

Al otro día, a petición de las doctoras, estuve temprano en el hospital para confirmar el diagnóstico con la doctora Dorantes, que ya me habían advertido que era la mejor de América en el tema de arritmias. Efectivamente, mi enfermedad y el tratamiento eran correctos. Tenía que hacerme un ecocardiograma, ingresar y operarme. El cubo de agua fría que desde la noche anterior flotaba en el aire, terminó de caerme encima.

alt

Me sometería a una ablación cardíaca, un procedimiento que se utiliza para crear cicatrices en pequeñas zonas del corazón que pueden estar involucradas en sus problemas del ritmo cardíaco.

Durante el procedimiento, se colocan pequeños alambres llamados electrodos dentro del corazón para medir la actividad eléctrica de este. Una vez que se encuentra el origen del problema, el tejido que lo está causando se destruye.

La ablación con catéter, la que me hicieron, es un procedimiento largo. Puede durar cuatro o más horas. Durante el procedimiento se vigilará al corazón muy de cerca. Un proveedor de atención médica puede preguntarle si está presentando síntomas en diferentes momentos durante el tratamiento.

El contexto no era favorable: estábamos a fin de año y no era muy probable que me operaran de inmediato. A partir de entonces, pasaron poco más de siete días, que a mí me parecieron meses. El eco dio que mi corazón estaba en perfectas condiciones. Así que senté a mis hijos y conversé con ellos. Mis amigos vinieron a verme, a animarme. Mi suegra y la madre de un amigo que nunca me ha fallado, casi todos los días conversaban conmigo por teléfono. Pero yo, que soy «doctor en ser operado» desde los cinco años de edad, me sentía sobre la cuerda floja.

Justamente el 6 de enero de 2015, la propia doctora Dorantes me dijo:

—Hay una cama vacía. ¿Estás dispuesto a ingresarte hoy mismo?

Inmediatamente, mi lengua habló por mí y dijo que sí. No sé si fue el instinto o el extinto de conservación el que habló por mi boca. Lo cierto es que, dos días después, dejé a mi esposa y a mis dos grandes amigos, «Polilla» y «el Chacón», y traspasé el umbral hacia el salón de operaciones. Allí me sentaron en un banquito. Mientras esperaba mi turno, pasó la doctora Dorantes y le dije:

—Doctora, cuando salga de aquí, ¿usted me permite que yo le diga «Mamá Dorantes»?

Cariñosa, comprensiva y dándose cuenta de que yo tenía algo de hambre, mucho de frío y, sobre todo, un miedo que no lo brincaba un chivo, se sonrió.

Recuerdo que una compañera se me acercó y me preguntó si yo podía esperar un poco más, a que los médicos almorzaran. Por supuesto, le dije.

Ya en el salón, me esperaban la doctora Ailema Alemán (sé su nombre porque insistí en que me lo dijera, agradecido, y lo recuerdo porque me di cuenta de que era Amelia al revés) y una amable enfermera. Lo primero que hice fue pedirles disculpas por mi tembleque incontrolable. ¡Los hombres somos tan valientes en esos casos! Ella me tranquilizó y me dijo que eso era normal, que no me preocupara. Pero aquel quirófano parecía un témpano de hielo, y eso, más el hambre y el miedo, multiplicaba mis temblores. Confieso que mi valentía rima con jutía ante el bisturí o la «maquinita» del dentista. Pero qué iba a hacer: no había opción.

Recuerdo que, la noche anterior, mi suegra me había alentado por teléfono y me había dicho:

—No temas, que Dios va a sostener tu cabeza.

Era su manera de desearme paz. No soy creyente, pero trabajo con el pensamiento y sé muy bien lo importante que es la espiritualidad.
 

Recuerdo que, en 2005, mientras me operaban un lipoma en el hombro izquierdo, se me fue la anestesia en medio de la operación y el médico me pidió que aguantara. En ese momento, pensé que debía ser así; luego comprendí que, como la operación era fuera de programa, no había más anestesia disponible. Así que cerré los ojos y apreté la mano de mi mujer. ¡Realmente duele que lo piquen a uno como si fuese un cochinito de fin de año! Pero ¡qué se le iba a hacer, había que aguantar! Fue entonces que en mi mente vi un Buda de pie, en actitud serena, quizás de color bronceado, cuyas manos no podía definir. Esa visión me calmó y me ayudó a superar el dolor. En 2010, le conté esta anécdota a un sabio indio que vive en Inglaterra, quien, después de regalarme alguna palabra elogiosa, me dijo que yo había visto a Avalokitesvara, el Buda de la Compasión, el cual tiene tantas manos, que no pueden definirse...

Pues bien, regresemos al año 2015, en el Cardiovascular. ¿Dónde me quedé? ¡Ah, ya! Estaba sobre el quirófano, temblando como un esqueleto rumbero. La doctora hizo una incisión en el muslo, buscando la arteria femoral. Quería controlarme, pero no podía. La doctora me advirtió que el procedimiento podía demorar un poco, dos horas, tres. Yo sabía que, detrás de un monitor, la doctora Dorantes y un grupo de jóvenes médicos lo observaban todo. Aun así, no era capaz de calmarme. En aquel momento, sentí dos manos inmensas que levantaron con suavidad mi cabeza, y me relajé. ¿Eran las que me había pronosticado mi suegra o las que no distinguí diez años atrás? El hecho es que la doctora Alemán me preguntó qué había pasado y solo me limité a sonreír. La arteria estaba limpia y todo, coagulación incluida, creo que no duró más de media hora.

Lo demás fue la recuperación y constatar que la doctora Dorantes parece que no duerme, porque siempre llega muy temprano a ver a sus pacientes, y se acuerda perfectamente del caso de uno, aunque pasen los años.

Debo decir que no es la primera vez que los médicos nuestros me salvan la vida. Lo mismo puedo decir de mi esposa y de mis hijos y de otros parientes y amigos. Si yo lograse salvarle la vida a alguien, sentiría que mi existencia está justificada. ¿Qué puede uno decir de médicos como estos, que salvan muchísimas vidas a lo largo de su existencia? Por eso, a todos los doctores que he mencionado y a otros que sé que están siempre ahí, gracias, muchas gracias por la vida.

Si alguien está cerca del Olimpo, son las madres y los médicos. Más aún, quien es ambas cosas. Un beso eterno a usted, «Mamá Dorantes». De uno de los tantos que le deben la vida.

Añadir nuevo comentario

CAPTCHA
Esta pregunta es para comprobar si usted es un visitante humano y prevenir envíos de spam automatizado.
CAPTCHA de imagen
Introduzca los caracteres mostrados en la imagen.