El Malecón habanero después

El Malecón habanero después
Fecha de publicación: 
24 Octubre 2017
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Donde el pescador aguardaba quieto, con paciencia de brahmán, a que algo picara, mientras la luna le caía de refilón y casi vergonzosa sobre la mejilla, estaba irreconocible.

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Además de peces, son tantas las historias por pescar en el Malecón habanero, que quizás con ellas pudiera escribirse una fabulosa novela. Foto: Reinaldo Ortega

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Donde aquellos dos se juraron que sí, que era auténtico y para siempre, era solo una loma de arena sucia. Tampoco podía identificarse, tan cubierto estaba por pedruscos y sargazos, aquel ángulo del muro donde ella solía sentarse cuando las cosas le iban mal, y entonces decidía sentarse allí, sola y espantando a impertinentes, a ver si el mar le decía los cómo.

Fue el acabose. El ensañamiento más cruel del que hubiera sido víctima en sus 116 años de existencia.

Aunque tal desastre no resultara el único, ni siquiera el peor propinado por el huracán Irma, sus zarpazos mortales a esa vía fueron un motivo más que aumentó la sensación de pérdida de los habaneros. Y no era para menos: el Malecón capitalino, más que un dique, una barrera, una frontera, es un símbolo.

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Inmensas olas golpearon al Malecón durante el paso de Irma a cientos de kilómetros del litoral norte habanero.

Deben ser pocos los habaneros que no tengan, al menos, una vivencia, una evocación, una historia, aunque sea breve y eventual, asociada a ese límite de la ciudad. Piense, usted que lee, rebusque en sus recuerdos y, sonrisita o mueca aparte, seguro me da la razón.

Es más, hablar solo de los habaneros es quedarse corto. También deben ser pocos los cubanos de otras provincias quienes, al visitar la capital, no hayan contemplado, al menos de pasada, el antológico muro. Porque ir al Capitolio y al Malecón ha sido, desde siempre, algo así como la confirmación de haber estado en La Habana.

De París, la Torre Eiffel; de la India, el Taj Mahal; y de La Habana... el Malecón.

Sí, ya sé que hay otros muchos íconos, pero, al menos para el ya desaparecido arquitecto Mario Coyula, uno de los más contumaces amantes de nuestra urbe, el Malecón «es la gran metáfora de esta ciudad».

Me gusta creérmelo y también repetir junto a Coyula —quien en 2002 dirigió en la Universidad de Harvard un taller de urbanismo sobre el Malecón habanero— aquello de «Cuando se empezaron a levantar los siete kilómetros del Malecón, a principios de este siglo, había una tendencia generalizada en todo el mundo de que el hombre podía dominar a la naturaleza; por aquellos años se construyó el célebre Titanic, que era un barco que la fuerza de la naturaleza no podría hundir; la misma aspiración tenían los habaneros con su Malecón...»*

Pero el Titanic se hundió, y al Malecón, Irma lo arrasó.

La fiera y la furia

A pesar de que estaba avisado, nadie pudo realmente imaginar cuánta sería la furia del huracán categoría cinco que, con vientos de 250 kilómetros por hora y avanzando a una velocidad de 15 kilómetros por hora, irrumpió contra las costas cubanas el 8 de septiembre.

Luego de penetrar a las 9:00 p.m. del 8 de septiembre por Cayo Romano, al norte de Camagüey, y de barrer con poblados enteros, sobre todo de esa región central, cuando pasó más cerca de La Habana, en la noche del sábado 9 de septiembre, aunque andaba ya a cientos de kilómetros de tierra firme capitalina, parecía que el mundo se iba a acabar.

Ángela, desde un cuarto piso a doscientos metros del Malecón, lo esperaba con la cierta confianza que da el haber vivido toda su existencia de 65 años en esa edificación y, por tanto, haber experimentado el paso de cuanto huracán, ciclón, tormenta tropical y aguacero platanero había desfilado por aquella encrucijada costera del Vedado.

Pero cuando, al filo del anochecer, se asomó al balcón y enfocó la mirada en su cercano, familiar mar, solo atinó a llevarse la mano al pecho y permanecer inmóvil, cual estatua de sal, con la vista ahogándose en aquellas olas inmensas que nunca antes había contemplado.

Ese fue el principio del descalabro del Malecón habanero. Porque a partir de entonces, las embestidas de agua salobre y las inmensas piedras lanzadas desde quién sabe qué profundidades marinas se encargaron de destruir lo que había permanecido indemne durante siglos.

El mar había empezado a rebasar el muro desde el mediodía de ese sábado, y cuando por fin Irma, el cuarto huracán de la temporada ciclónica 2017 y el primero de categoría cinco luego de 32 años, se alejó de tierra cubana y pudieron contabilizarse los daños, sumaban unas 14 las afectaciones en los ocho kilómetros de vía, sobre todo por haber socavado el pavimento y la acera.

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Algunas de las socavaciones hechas por el mar en la vía llegaron a alcanzar hasta 60 metros de extensión.

Las olas alcanzaron casi 10 metros —aunque algunos vecinos juran y perjuran que llegaron más alto. Una ya emblemática imagen del fotorreportero Ismael Francisco eternizó el instante en que el oleaje rebasaba la cúspide del Castillo del Morro.

Como no sucedía desde el huracán Wilma, en 2005, y a pesar de que el ojo pasó a cientos de kilómetros de la capital, el mar penetró cerca de medio kilómetro, sobre todo en zonas bajas, rebasando olímpicamente el muro, cuya misión de dique, a esas alturas, no era más que la conseguida por alguna de las tantas hojas de árboles que se elevaban en raras espirales a cientos de metros del suelo.

Mientras el túnel que comunicaba los municipios Playa y Plaza, donde termina el Malecón, se inundaba hasta el techo, las olas, como saltadores de vallas, rebasaban el icónico muro para estrellarse casi contra las fachadas de las edificaciones más cercanas.

La reparación

Nada más se retiraron las aguas, otra inundación ocupó el Malecón. Esa vez la protagonizaron hombres y mujeres dispuestos a rescatar la vía agonizante.

Y en verdad que la vida se le iba, sobre todo por las hondas socavaciones que le había propinado el mar; algunas hasta de 60 metros de extensión.

Fueron tan grandes los estragos en el vial con el mayor muro de cemento fundido con que cuenta la Isla, que ingenieros y otros expertos, al personarse en el lugar, vaticinaron que su rescate demoraría, al menos, dos meses.

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Habían estimado que demorarían dos meses las labores reconstructivas, pero, gracias al esfuerzo de muchos, en unos 20 días llegaron a término.

Pero cuando el cubano dice «allá voy», no hay quien lo pare. Así que brigadas del Ministerio de la Construcción, el contingente Raúl Roa y las empresas Aguas de La Habana, Provincial de Viales y Constructora de Obras de Ingeniería número cinco, además de otras fuerzas, juntaron el hombro día y noche.

Al herido le transfundieron más de mil metros cúbicos de hormigón, le compusieron los drenajes pluviales, vertieron asfalto nuevo en muchos tramos de sus seis carriles y le repusieron señalizaciones y alumbrado.

En la tarde del domingo 1ro. de octubre, la avenida Malecón, símbolo identitario de La Habana, casi la foto de su carnet de identidad, restableció la circulación del tráfico.

No quedó el nombre de quienes retiraron las barreras y cintas que prohibían el tránsito, ni siquiera una foto del momento. Tampoco se ha hecho pública, seguramente por extensa, la lista de los nombres de todos los que allí trabajaron y cuya nómina cubriría páginas enteras de periódicos.

Así pasa casi siempre. Ya lo decía Bertolt Brecht en su poema «Preguntas de un obrero que lee»:

¿Quién construyó Tebas, la de las siete puertas?
En los libros aparecen los nombres de los reyes.
¿Arrastraron los reyes los bloques de piedra?
Y Babilonia, destruida tantas veces, ¿quién la volvió siempre a construir?
¿En qué casas de la dorada Lima vivían los constructores?
¿A dónde fueron los albañiles la noche en que fue terminada la Muralla China?
La gran Roma está llena de arcos de triunfo. ¿Quién los erigió?
                                                                                  (fragmento)

Lo cierto es que, además del reconocimiento de sus colectivos laborales, en cada uno de esos tantos debe quedar la satisfacción de saberse protagonista de tal rescate. Y, aunque en los libros de historia no aparecerá su nombre, es probable que cierto orgullo les pasee entre pecho y estómago al transitar por ese vial o al sentarse a reposar pacíficamente sobre el muro. Quizás hasta, alguna vez, le cuenten al nieto que ese Malecón donde andaba anoche enamorando lo rescataron sus manos de constructor.

La historia

«Una costa rocosa, llena de inmundicias, con un sinnúmero de zanjas abiertas en las rocas que, partiendo de los fondos destartalados de las casas de la calle San Lázaro, vertían sus excretas al mar, y cloacas abiertas que desembocaban por el centro de las calles transversales; añádanse depósitos de materiales, barracones de madera pomposamente llamados baños...»

Así era al comenzar el siglo XX la zona que hoy ocupa el Malecón habanero. La descripción se debe al ingeniero y arquitecto Eduardo Tella, y quedó recogida por la Revista de la Sociedad Cubana de Ingenieros.

Cuando ya terminaba el siglo XIX, los cubanos residentes en las inmediaciones de ese rocoso litoral seguían los trillos hechos por tanto andar de pescador para darse un chapuzón en las pocetas naturales que por allí había. Eso sí, dejando ver lo menos posible sus cuerpos, cubiertos por trajes de baño con abundante tela, y bien separados mujeres y hombres.

La hoy conocida como calle E fue llamada «Baños», por conducir a las pozas del balneario «El Progreso», primero que se construyó, en 1864.

Cortantes arrecifes y maleza tupida conformaban el paisaje del segmento de litoral hoy delimitado por el Parque Maceo hasta el río Almendares. Los españoles le llamaban «Monte Vedado». Aseguran que de ese apelativo derivó el nombre de Vedado que hoy lleva uno de los más céntricos barrios del municipio Plaza de la Revolución.

Pero los orígenes del emblemático muro y avenida que se alzarían en el litoral norte capitalino se remontan al llamado «ensanche de extramuros» de la ciudad, la cual había comenzado a crecer. En consecuencia, el gobierno español, pensando en darle utilidad a ese terreno costero, inhóspito y cubierto de malezas, que se repartía entre la entrada de la bahía y el torreón de San Lázaro, encargó la tarea al afamado ingeniero cubano Francisco de Albear, el mismo que se ocupara del acueducto.

Pero tal intento quedó solo en las intenciones, porque los planos presentados por Don Albear requerían para concretarse una inversión de 850 mil pesos, y parece ser que la metrópoli decidió que la «siempre fiel» no merecía tal desembolso.

Así que los Estados Unidos se encargaron de llevar a cabo tal empresa. Los ingenieros norteamericanos Mead y su ayudante Whitney diseñaron y construyeron el primer tramo entre 1901 y 1902. El 6 de mayo dieron inicio las obras, bajo el interventor gobierno del general norteamericano Leonard Wood. Se edificaron así, entre La Punta y la calle Crespo, los primeros 500 metros de la que sería la avenida marítima cubana más popular.

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Arriba, La Habana de 1900. En la parte inferior se aprecian las primeras obras del Malecón. Del blog Cuba en la memoria.

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Véase el nuevo alineamiento del Malecón emprendido a partir de 1927. Del blog Cuba en la memoria.

Con tal saneamiento y embellecimiento urbanísticos, era mucho más amable el rostro que mostraba la Isla a los viajeros que a ella arribaban por barco, transporte por excelencia para viajes internacionales en aquel siglo XX que comenzaba a gatear. A la vez, dichas obras permitirían una vía más de circulación, de este a oeste y viceversa, en paralelo a la costa.

Fue en ese tramo de novedades donde se levantó, en 1903, el primer hotel de la franja costera: el Miramar. El arquitecto José Toraya Sicre estuvo a cargo de la obra, con un costo de cien mil pesos, y calificada en su tiempo como el hotel mejor situado y más fresco de Cuba.

El siguiente tramo del inmenso muro se extendió hasta el Monumento al Maine, y finalizó en 1921. El tercero se concluyó en torno a los años 30 y llegó a la conocida en la actualidad como Avenida de los Presidentes.

La desembocadura del río Almendares recibió las últimas paletadas de los constructores, quienes erigieron la porción cuarta y final entre 1948 y 1952.

Sumaron, en total, unos 50 años para considerar terminada la obra, que al principio fuera bautizada como Avenida del Golfo.

Sus ocho kilómetros de extensión, compartidos por los municipios Plaza y Centro Habana, reúnen la mayor cantidad de monumentos levantados en una sola avenida: el erigido en honor al Generalísimo Máximo Gómez, el del Mayor General Antonio Maceo y el del General Calixto García.

Ello sin olvidar que escolta connotadas edificaciones como el Castillo de la Real Fuerza de La Habana, el de San Salvador de la Punta, el Torreón de San Lázaro y el Torreón de la Chorrera.

A su vera también puntean esa porción costera de la ciudad construcciones más recientes, pero igual de conocidas, como el afamado Hotel Nacional, así como los hoteles Riviera y Meliá Cohíba.

«Avenida del Golfo», «Avenida de Antonio Maceo» han sido sus nombres, pero para todos sigue siendo el Malecón de La Habana. Ese «en el que todos pueden ver el resultado de la más denodada batalla, porque no es contra las ruinas de los edificios que suponen otras técnicas arquitectónicas y constructivas más frágiles; es contra el mar y contra el tiempo. A veces lo que hemos reconstruido en verano, se destruye en invierno. Es un esfuerzo inmenso de muchos, de los cuales yo soy solamente palabra y corazón».

Quien así hablaba, hace unos ocho años en un programa radial, era el doctor Eusebio Leal, historiador de la ciudad. En aquel entonces, ni siquiera podía suponer el esfuerzo de cuántos se aunó para rescatar del embate del huracán Irma a ese ícono citadino, a «ese corso que disfruta del adorno de puestas de sol únicas en el mundo», como también le calificara otro de sus eternos amantes, ya citado en este texto, el arquitecto Mario Coyula.

Medios de prensa y redes sociales comentaron mucho sobre los estragos y la recuperación de esa simbólica avenida, pero valgan estas líneas como homenaje a quienes se entregaron a esa tarea, y también a todos los cubanos que, en el hacer o el pensar, se han sentido cercanos a ese muro, símbolo de tantas cosas.

Si el Malecón de La Habana pudiera hablar, con una voz que me gusta suponer ronca y como salida de las entrañas de un gigante caracol, quién sabe cuántas mágicas, horripilantes, conmovedoras o hermosas historias revelaría, pero de seguro no olvidaría también decir: Gracias, Cuba.

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* De la entrevista que hiciera Camilo Venegas a Coyula publicada en La Gaceta de Cuba, en 1999, bajo el título «Mis amores con La Habana».

Nota: El blog Cuba en la memoria, de Derubín Jácome, sirvió de fuente para algunos datos históricos y las imágenes históricas.

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