MIRAR(NOS): De estereotipos y penicilina (II y final)

MIRAR(NOS): De estereotipos y penicilina (II y final)
Fecha de publicación: 
29 Septiembre 2017
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A los niños les gustan las películas de robots; a las niñas, las de princesas. Desde la infancia imponemos a nuestros hijos algunos conceptos anclados en épocas remotas. No se sabe quién los instauró, pero nadie se atreve a quebrantarlos. Es así como, antes de tener conciencia, tenemos estereotipos.

Aunque pongamos de nuestra parte y procuremos inculcar valores sustentados en la igualdad de género, no escapamos de algunos detalles que terminan pasando de generación a generación… conceptos que, en sociedades en franca evolución de pensamiento, ya carecen de sentido práctico. Los sentimos como correctos, y no tenemos en cuenta que son clichés con poca o ninguna justificación lógica.

Respecto a los de género, sobresale, por ejemplo, aquel que tilda a las mujeres de más habladoras que los hombres. Tal conclusión parece tener como basamento a la investigación del psicólogo Louann Brizendine, quien aseguró que nosotras pronunciamos al día cerca de 20 mil palabras, mientras ellos apenas llegan a siete mil.

En realidad, los tiempos cambian y también las personas. Investigaciones recientes sugieren que a todos nos gusta hablar más o menos lo mismo. Siempre tenemos algo que aportar en cualquier temática; aunque no sepamos del tema, nos gusta —como se dice en buen cubano— «meter la cuchareta».

Simplemente, las mujeres hablan de sus problemas abiertamente entre sí, lo que las ayuda a rebajar tensiones. En los hombres, este comportamiento todavía se ve como una debilidad. Pero eso no quiere decir que seamos cotorras. ¿Verdad que no?

El rosa, por su parte, se convirtió en un color exclusivamente femenino después de la Segunda Guerra Mundial. Entonces el azul se asociaba con los uniformes de los marines y la seriedad, por lo que se convirtió en el color de los niños.

En verdad, si a mí me lo preguntan, los culpables somos nosotros. A fin de cuentas, creamos tendencias disparatadas, y las multitudes las aplauden con el mismo frenesí que vitorearon a la penicilina de Fleming.

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