La generación postnaylito

La generación postnaylito
Fecha de publicación: 
8 Febrero 2017
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Mi joven colega no sabe del grupo Los 5 u 4 y se asombra, y hasta horroriza, al ver naylitos puestos a secar en una tendedera.

Mejor no contar sobre sus expresiones cuando alguien decide guardar en la consabida jabita plástica las sobras del comedor para el perrito.

Diversas son las etiquetas que, por una especie de consenso internacional, acostumbra endilgársele a cada generación. Pero con independencia de que se le asocie con el boom de natalidad, así como a otros calificativos, al menos en Cuba, los nacidos en los 60 conforman la generación del naylito. Y a mucha honra.

alt Algunos preferimos lavarlas para seguirles dando uso


Fuimos los que estrenamos las becas y la escuela al campo, los que abrillantábamos los zapatos llamados «kikos» plásticos con clara de huevo, y hacíamos colas de horas para ver Tiburón sangriento y La vida sigue igual.

Las muchachas de aquella época se emocionaban cuando les regalaban un perfume Imágenes, y más si alguien les traía «de afuera» —así se decía— un codiciado par de zapatos de charol. Los muchachos obligaban su barba a crecer afeitándose la cara lampiña con cuchillitas Sputnik.   

Sí, fuimos también la generación de los muñequitos rusos, pero eso ya es sabido; como también lo es —aunque habría que estarlo repitiendo siempre para que no se olvide— que fuimos quienes nos convertimos en madres y padres en medio del período especial.

Para todas las generaciones de cubanos esa etapa fue durísima, pero todavía está por hacer el monumento, o al menos el diplomita, a aquellos que, contra tanto viento y marea, se decidieron a tener hijos. Era entonces o nunca, a fuerza de convertirse en madres y padres «añosos», de esos que cuando van a buscar al «chama» a la escuela, los amiguitos avisan al niño diciéndole: ¡Dunielito, llegó tu abuela!

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Pero cuando llegamos a la casa con un naylito, casi siempre es para nuestra familia, y hasta el perro se salva

Atreverse a tener descendencia por aquellos años fue todo un desafío, y ni esos mismos muchachos nacidos en el período especial lo saben bien.

Conozco de una recién parida que estuvo casi una semana almorzando el siguiente menú: ensalada de col, guiso de col y dulce de col. Ya podrá imaginarse los cólicos del pobre bebé al que ella daba el pecho.

Y al que ella abanicaba durante horas enteras inclinada sobre la cuna, inmersa en la densa oscuridad de apagones que se extendían por 12 horas y a veces más.

Lavar y hervir los pañales —ni soñar en aquella época con desechables— era tarea propia de Hércules, porque no había jabón ni tampoco gas, y el escaso combustible que pudiera conseguirse había que resguardarlo para preparar los exiguos y muy creativos alimentos. Tan creativos, que de esa etapa son el aterrador bistec de toronja, el dulce de zanahoria rallada y los huevos fritos en agua (escalfados).

Era la época en que por el CDR daban unos tickets para ir a comerse una hamburguesa con pan y tomarse una jarra de refresco, y cuando, en algún que otro territorio, se llegaron a preparar ollas colectivas a las que acudían los vecinos al mediodía y llevaban sus calderos.

No buscan estas líneas una simple y casi morbosa relación de calamidades pasadas. Si han sido evocadas aquí, es para que esos que se burlan de los mayores que andan con jabitas y naylitos para todas partes sepan los orígenes de esa «costumbre».

Es cierto que quien desconoce no tiene por qué reverenciar. Pero qué bueno resultaría que en las clases de Historia, por ejemplo, se les enseñara a los más nuevos sobre lo aquí contado, se les explicara sin frases hechas y desde el centro del pecho lo que aquellos años significaron.

Sería una manera más, una buena manera, para que conocieran mejor la resistencia del pueblo al que pertenecen, para que, incluso, conocieran mejor sus propios orígenes. Porque muchos de esos muchachos fueron precisamente los nacidos en aquella etapa, cuando más de una vez sus padres comieron gracias a lo que pudo traerse en un naylito.

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