Yo fui náufraga

Yo fui náufraga
Fecha de publicación: 
24 Octubre 2016
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En alguna de mis anteriores reencarnaciones, yo fui víctima de un naufragio. Tengo el casi convencimiento de que permanecí, nadie sabe cuánto tiempo, en un islote abandonado, de esos ignorados hasta por los mapas.

Durante esa temporada oscura y agónica, mucho anhelé disponer de aquellas cosas lanzadas a la basura por mí o que yo contemplaba desdeñosa en la basura de otros —la que se dispersa como el polen en torno a los contenedores y por las esquinas.

Solo el haber vivido como náufrago, desprovista de todo lo elemental, justifica mis aprehensiones a tirar envases vacíos, fragmentos de tela, cuerdas, pomitos… y también mis miradas expectantes a las lomas de basura ajena, donde descubro aquella tapa tan útil, la cartera aún usable con solo una leve reparación, los excelentes listones de buena madera, que solo con quitarle un par de clavos servirían para mucho.

Con la practicidad y la irreverente lógica que aporta el haber crecido entre gigabytes y móviles, mi hijo espanta con una sola frase cualquiera de esas elucubraciones mías: tú lo que tienes es alma de buza.

Se refiere, claro está, no a que haya buceado mucho en torno al islote donde naufragué, intentando pescar algo que llevarme a la boca, sino a aquellos que se dedican a husmear entre desperdicios y rescatan latas, pomos plásticos y sancocho para puercos, entre otros fines.

Yo no me ofendo. Solo pienso. Quizás sea muy romántica e intente justificar con trampas tejidas por mi fantasía, las marcas dejadas por aquellos años 90, el nombrado período especial, cuando disponer de un pomo vacío de refresco —lleno hubiera sido una ambición descabellada—, era la salvación para guardar la luz brillante, si la conseguías, que permitiría encender la cocinita criolla donde hervirías los pañales. ¿Culeros desechables?, eso era ciencia ficción.

O quizás la cosa viene de más atrás. Los que suman más de cuarenta o cincuenta calendarios, quizás recuerden que a la primaria se iba con medias tejidas a crochet por la abuela, y quien llevaba libros y libretas en una maleta coloreada —no se usaban las mochilas— era contemplado con admiración porque «se la habían traído de afuera».

Es verdad que aquella era la época del refresco en botella y las torticas o masarreal gratis en cada merienda escolar, y que las cajas de cigarro valían 1.60; el queso crema, 25 centavos, y podías hospedarte en un hotel con 21 pesos o algo más. Pero no todo el mundo disponía de esa plata.

Por eso, las adolescentes se aplicaban sombra en los ojos fabricada con tizas de colores y desodorante de pastica —¡culpable de cada golondrino!—, y quien llevaba a la fiesta un pitusa de marca, de cualquier marca, era la sensación. La que podía oler a Gato Negro o Moscú Rojo, perfumes carísimos de entonces, era una dichosa.

Justo por aquellos tiempos de Julio Iglesias y La vida sigue igual, una parienta fue en viaje de trabajo a la entonces RDA —República Democrática Alemana, para los más jóvenes— y me trajo unos zapatos de charol, el no va más de la moda en esos días. Pero jamás pude usarlos para la escuela. Mi familia no me dejó: qué iba a decir la gente de esa ostentación. Hablar de problemas ideológicos entre alumnos de primaria hubiera sido un exceso.

Ahora, la cuestión es diferente. No tengo por qué contarla, sería redundar. Pero lo cierto es que aquellas cicatrices de los 70, de los 90 o de mi condición de náufrago en otra vida, siguen obligándome a guardar pepinos y pepinitos, pomos vacíos de champú, buenas tapas de rosca y de presión, ropa vieja, que podría servir para trapos o quién sabe, papeles de aluminio que alguna vez hicieron de envoltorio, cucharitas plásticas, envases de helado… Aunque mi hijo se burle de mi alma de buza y mi marido enloquezca porque no cabe más en el closet, yo sigo guardando. Va y vuelvo a naufragar.

 

Visite el facebook de Vladia Rubio, quien también incursiona en las artes plásticas.

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