Con Joan Manuel Serrat en la libreta de abastecimiento (+ VIDEO)

Con Joan Manuel Serrat en la libreta de abastecimiento (+ VIDEO)
Fecha de publicación: 
18 Noviembre 2014
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Ese miércoles, la Academia Latina de Grabación le conferirá el premio Persona del Año 2014, y yo me alegro; aunque, en general, no me entusiasmen demasiado esas ceremonias.

Todavía guardo clarito en la memoria aquellos finales de los años 70 cuando Serrat decidió cantar en el Carlos Marx.

Junto a mi madre, estuve yendo como tres días seguidos a marcar a una cola alucinante porque yo, pichona de adolescente, andaba perdidamente enamorada de aquel hombre de pelo largo, a quien solo había visto fugazmente en la carátula de su Long Play nótese que dije LP, no CD ni cosa por el estilo.

Luego, por la radio, no me acuerdo si VEF, me di de corazón con Pequeñas cosas, Penélope…, y entonces sí ya no tuve salvación. Cada vez que tenía un chance para pensar en las musarañas, y eran bastantes esas oportunidades, me imaginaba yo de Penélope sentada en el banco del parquecito cercano a mi casa, tejiendo y destejiendo hasta que veía a Juan me gustaba más así enrumbar hacia mí por una de las esquinas. Y no me quedaba «con los ojos llenitos de ayer, sentadita en el andén, meneando el abanico», sino que nos abrazábamos, éramos felices y comíamos perdices.

¿Perdices?, bueno…, pero aquella era la etapa del jamón plástico a seis pesos la libra, y del queso crema a 25 centavos.

A pesar de la perseverancia, para el concierto solo alcanzamos asiento en el segundo balcón. Y qué decir de mi frustración descomunal al enfocar al escenario y solo ver cuando me lo permitía la cabeza de una señora con moño que tenía delante un diminuto puntito que se agitaba allá en lontananza y del que brotaba, eso sí, una voz maravillosa.

Más previsora que yo, Marlene, mi amiguita de aula, anunció que había llevado prismáticos algo parecido, se apresuró a aclarar. La idea le pareció súper pintoresca a la adolescente novelera que yo era y que de pronto se puso a evocar escenas de películas donde las damas, entre los rasos de sus balcones privados, disfrutaban de óperas y zarzuelas desde sus binoculares enchapados en nácar y plata.

Pero resultó que los prismáticos de Marlene eran una especie de muñón de microscopio, el cual debía alzarse casi como periscopio de submarino para poder enfocar el escenario. Supongo que aquel artilugio era fruto del talento innovador de algún pariente de mi amiga, pero lo cierto es que cada vez que lo levantábamos, de las filas traseras brotaban enseguida gritos amenazantes: «¡Oyeee, baja la cosa esa!».

Los pocos instantes que, desafiando el aluvión realmente temible de protestas, logré ubicar el escenario en el centro de la mira, nunca pude ver a Serrat de cuerpo completo, pero sí asombrosos detalles de su cabello, como que tenía algunas  puntas del pelo abiertas, y también en otro flashazo, conseguí encentrar el nacimiento de sus cejas, casi juntas, de las que pude contemplar como nadie más en el teatro, maravillas de la óptica, cada una de sus hebras.

A pesar de tamaña derrota o quizás por ella, me aprendí absolutamente todas sus canciones, coleccionaba sus fotos y… Me da pena contarlo… En la vieja máquina de escribir Underwood de mi padre confeccioné, je, jejé, ¡una libreta de abastecimientos imitando la oficial!, donde aparecíamos como exclusivos consumidores el cantautor español y su esposa: esta humilde redactora.

Visto así, en la distancia de tanto gigabyte que se ha metido por medio, podría parecer indicio de algún retardo mental, pero no olvidar que tener 12 años en los 70 no era lo mismo que tenerlos en este siglo XXI, lleno de virtualidades. En aquella época, los niños éramos más inocentes, jugábamos al pon y veíamos «Tía Tata cuenta cuentos».

Pasaron los años de pon ¡Ay, Rayuela! y continué siguiéndole la pista al músico de pelo largo, que ya no lo llevaba tan largo ni eran tan anchas las patas de su pantalón, como aquellas que se hundían en las orillas del Mediterráneo posando para la carátula del disco.

Una de las últimas veces que actuó en La Habana, en la Covarrubias del Teatro Nacional, fui a verlo. Y como para indemnizarme de aquella gran frustración del pasado, lo tuve al alcance de la mano, gracias al asiento de privilegio conquistado por mi credencial de prensa.

Sin necesidad de prismáticos ni de microscopios convertidos, pude detallarle cada porción del rostro, aquel entrecejo, y también las arrugas, el cabello ralo. Me recorrió un momentáneo estremecimiento al ver lo que el almanaque había hecho de mi platónico amor.

Pero el pánico fue solo un instante. Alguien en medio del entusiasmo dio un codazo a mis espejuelos, descolocándolos, y quedé momentáneamente casi ciega. Instante suficiente para verme con toda claridad y comprender que yo tampoco era más la hija que soñaba perdonando la redundancia con «un soñador de pelo largo».

Sí, «de vez en cuando la vida nos gasta una broma y nos despertamos sin saber qué pasa», porque vueltos a su sitio los espejuelos, recordé que yo también era casi abuela. Aun así, desde mi butaca aplaudí con entusiasmo adolescente. El mismo con que ahora paladeo la noticia de que Juan, aquel con quien compartí libreta de abastecimiento, recibirá de la Academia Latina de la Grabación el premio Persona del Año 2014.

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