Padre nuestro que estás en la patria, a pesar de tu muerte

Padre nuestro que estás en la patria, a pesar de tu muerte
Fecha de publicación: 
27 Febrero 2020
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Siete de la mañana del 27 de febrero de 1874. San Lorenzo, Sierra Maestra. Céspedes despierta a llamados del mulato Jesús Pavón, su ayudante. Abandona la hamaca, con pasos airosos, a pesar del calzado yagüero. Higiene matutina y un poco de café. Toma el diario que está escribiendo. Llenará tres nuevas hojas. Será lo último que ponga en él.

Me rodean mis lecturas sobre el tema al calor de la cercanía de la efemérides, impresionado aún ante todo por Los silencios quebrados de San Lorenzo, de Rafael Acosta de Arriba, a quien admiro y respeto por encima de los justos reconocimientos, en especial por su amor y la ofensiva-defensa a Céspedes y a Guiteras que comparto en la pasión y con mis textos. Precioso libro ese que: “...ha echado a un lado la figura mítica del Caudillo para colocar en su sitio al Libertador...”, como ha expresado en el prólogo Eusebio Leal Spengler.

“(…) ¿qué redactó Céspedes esa mañana? Lo primero que sorprende es que tenía la premonición de que ocurriría algo fatal. Céspedes no perdió tiempo, suspendió su plan de ese día como presintiendo que se le agotaba la última oportunidad de responder para la historia a sus rivales políticos de la vanguardia patriótica, y escribió sintéticos retratos de los nueve diputados de la Cámara de Representantes que, en octubre de 1873, luego de cuatro años de feroz pugna por la presidencia, lograron deponerlo aduciendo pueriles razones en la concentración militar de Arrojón de Bijagual.

“Las acusaciones de Céspedes a Tomás Estrada Palma, Fernando Fornaris, Salvador Cisneros Betancourt, Luis Victoriano Betancourt, Ramón Pérez Trujillo, Marcos García, Eduardo Machado, Jesús Rodríguez y Juan Spotorno, son realmente severas y destilan un encono que se corresponden con los ataques que, en su momento, le hicieron estos hombres para socavar su investidura presidencial. Pero —tales juicios, justos parcial o totalmente— lo cierto es que, salvo Eduardo Machado, muerto en la guerra; Salvador Cisneros Betancourt, que se incorporó de nuevo a la guerra en 1895 hasta su final; y Luis Victoriano Betancourt, que se apartó de la política una vez firmado el Pacto del Zanjón, los seis diputados restantes militaron posteriormente en las filas autonomistas o fueron fervientes anexionistas, como Estrada Palma. Céspedes, en cambio, cayó, revólver en mano, enfrentando solo a una columna española y entregó su vida como lo que fue, un mambí.

“Al finalizar los agudos retratos de sus rivales políticos, Céspedes cerró los apuntes con una frase lapidaria: “Abrazando ahora en conjunto a todos estos lejisladores, concluiré asegurando que ninguno sabe lo que es Ley" (se respeta la redacción original propia de la época). Sigue el autor de Los silencios...: "Desde el punto de vista histórico, esta anotación es el juicio más severo de todos los que Céspedes vierte sobre los nueve camerales. Proviniendo de él —que sí respetó la Constitución, aun en contra de sus más íntimas convicciones que le revelaban que aquellos hombres, con su exagerado parlamentarismo en medio de una terrible y desigual guerra, podían frustrar la obra iniciada el 10 de Octubre en la Demajagua—, esta imputación de ineptitud como defensores de la ley es un juicio de una fuerza implacable”.

Agrego: Cisneros Betancourt —demasiado le surge su título de Marqués de Santa Lucía—, desde el gobierno en armas, mantuvo una posición que laceraba las acciones principales en ambas conflagraciones: las de las armas; y fue capaz de ofender a Maceo con mentalidad racista y resentida, insulto respondido por el General Antonio con talento y firmeza superiores sobre la base de la verdad. Mácula enorme en el patriotismo del marqués: haber chocado indignamente con el Padre de la Patria, fue uno de los cabecillas del golpe de Estado, y con el Titán de Bronce, y no solo con palabras, pues estuvo entre los que obstaculizaban la Invasión y los que agraviaron a José Maceo.

Por estas y otras muchas reflexiones de Céspedes, su diario inconcluso fue, en la práctica, incautado, jugando al botín de guerra, y se publicó años después del Triunfo de la Revolución, gracias, sobre todo, a Eusebio Leal (1992). Hubo intereses en contra de los participantes en los desafueros anticespedianos y sus descendientes, y de quienes, en defensa de una unidad ficticia, tapan la verdad cuando, aunque sea dura, debe darse a conocer. Y más como en este caso, porque es gravísima: “...las fuerzas que se desencadenaron al destituir a Céspedes condujeron a la Revolución al Pacto del Zanjón” (Jorge Ibarra).

Asegura Rafael, y lo apoyo: “El espíritu de civilidad cubano, ese sentimiento tan necesario para una nación moderna, tuvo en Carlos Manuel de Céspedes un forjador y un auténtico precursor".

La muerte. El Batallón de Cazadores de San Quintín caerá sobre una presa que sabe preciosa. Una delación, la orden, y sus integrantes toman posiciones, luego de desembarcar el día anterior por la playa Sevilla. Avanzan. El iniciador de la Revolución Cubana, después de un almuerzo frugal, acompañado de su primogénito Carlos y el capitán José Morlot, juega ajedrez con Pedro Maceo Chamorro. Concluye la partida, otro buche de café y hacia la casucha de las hermanas Beatón, antiguas amigas.

De allí, para el bohío de dos guajiras viudas; los esposos fueron abatidos peleando por la libertad. Con la más joven de ellas, Panchita, sostiene relaciones amorosas: la muchacha debe parir en septiembre u octubre. La pareja abraza la ternura durante la visita. Allí continúa su obra alfabetizadora con niños y adolescentes de la zona.

—Panchita, ¿me puede dar un poco de sal?, dice una niña que entra en la vivienda. Casi al unísono, pasos, disparos, carreras, gritos. Atacan los cazadores. El líder del levantamiento de 1868 está mal cuidado, mal armado, en un sitio desguarnecido. Se siente gran sufrimiento en Acosta de Arriba al exponer en su profunda investigación: “(…) no tiene ninguna posibilidad de ripostar el poderoso ataque español... Un capitán, un sargento y un soldado lo persiguen directamente, mientras el resto de la columna invade el lugar…

“Corre y se vira para hacer un primer disparo… El capitán, a gritos, lo conmina a entregarse. Céspedes se vuelve nuevamente y dispara sin detener la carrera… el sargento Felipe González Ferrer se le encima; el bayamés, sintiéndolo próximo, se vuelve y le dispara...; el sargento también acciona su arma, un fusil, y prácticamente, a quemarropa (la camisa está chamuscada en el lugar del orificio), le perfora el corazón.

“Del barranco suben su cuerpo. Entre los prisioneros está Panchita. Va hacia el cadáver, llora, grita: ¡Han matado al presidente!

“Esto me lo contó, en una entrevista, su nieta Verónica Rodríguez, casi desconocida por la estupidez de los prejuicios. Supo de esos hechos de labios de su abuela, el último amor de Carlos Manuel".

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