José Martí: El poeta de la unidad

José Martí: El poeta de la unidad
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Fecha de publicación: 
28 Enero 2020
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El viajero desmontó de su cabalgadura delante del edificio que le habían dado como referencia en Nueva York. La casa de comercio Jiménez y Cia, con sucursales en América del Norte y Europa, era uno de esos amplios y ordenados almacenes que apenas si se diferenciaban de los negocios de este tipo existentes en los países de mayor prosperidad económica.
 

Con el rostro oculto por el triángulo de sombra que se derramaba de su sombrero de yarey de veinte centavos, el viajero, un hombre de mediana estatura, vestido con saco, pantalones y zapatos de color negro, se encaminó hacia el mostrador de la tienda.
 

Clavado en su mesa humilde, identificó al niño, ágil y esbelto, fino en el traje y maneras que daban la impresión de ser el alma de la casa.
 

Confundiendo al recién llegado con un cliente más, el joven salió a su encuentro:
 

-Buenos días, ¿en qué puedo servirle señor?
 

-Buenos días, -dijo el hombre al tiempo que se quitaba el sombrero- ¿Es usted el señor Francisco Gómez Toro?
 

- Así es.
 

- Mi nombre es José Martí.
 

No hizo falta decir más. A pie, por las polvorientas calles de Montecristi, el joven guió al viajero hasta la casa que los Gómez Toro habían alquilado en esa ciudad. "Mi padre no está en casa. El anduvo treinta y seis leguas para traer a Clemencia y Santiago y salió para la Reforma que está a veinte; pero nos dijo que le pusiéramos un propio, que él vendría enseguida", dijo el muchacho conmovido por la prominencia de su acompañante.
 

Para Panchito el viajero no era ningún desconocido. Enamorado de la libertad de su patria, el joven tampoco se mantuvo ajeno al influjo de talento de aquel hombre que, con su misma edad, dieciséis años, había soportado los horrores del presidio español.
 

Tan solo unas palabras bastaron para que el delegado descubriera que aquel muchacho, de genio y virtud en la mirada, era ya sobrio como hombre probado; centellante como luz presa, discreto como familiar del dolor.
 

Luego de andar varias cuadras, el viajero y Panchito se detuvieron frente a una modesta casa de madera.
 

Apenas traspasó el umbral, el viajero sintió el olor a patria y ese aroma agradable y penetrante reconfortó su difícil misión. ¿Lo verían como el mensajero que venía tal vez a hablar del modo de dejar pronto sin sostén a la mujer y sin padre a los hijos?
 

Pero no... el olor que le llenaba los pulmones tenía la pureza de la veracidad. Y allí estaba Manana, rodeada por sus hijos, saludando al desconocido como al hermano que no ve desde hace mucho. Y  sintió otra vez la patria en el calor de las manos, en las miradas de bienvenida, en la conversación que aludía al padre, no como gloria, sino como padre, en la pasión por Cuba, en los recuerdos todos, en el cuento íntimo, en la alusión alegre a las penas de otros días, en la conformidad magnífica  de aquel hogar que podía correr el riesgo otra vez de ser afligido por la orfandad y la viudez.
 

Y en el rostro de los varones, el viajero ve dibujada la disposición: Máximo escucha en silencio. Urbano, leal, anhela órdenes. ¡Ay, Cuba del alma! -dice Panchito con la mirada húmeda- ¿Y será verdad esta vez? ¡Y yo me tendré que quedar haciendo las veces de mi padre!
 

Después de tan efusivo encuentro se fija la entrevista con el General. "El General estará mañana aguardándole en La Reforma".
 

Casi al anochecer del otro día, con los acostumbrados a ver lo bello en todas partes, llenos de casas construidas con palma real o de embarrado, techadas con palma de caña, que se ven a orillas del camino o más adentro del monte ocultas por el follaje de las guatapañá, los guayacanes, las baitoas o por un interminable bosque de cactus, llega el viajero al portillo cercado de trenza de La Reforma.
 

Se desmonta y con la bestia del cabestro -le parece que no tiene derecho a andar montado en tierra mayor-, se adentra por la vereda hasta la vivienda oscura.
 

Casi al mismo tiempo que la puerta, se abrieron los brazos del General. Otra vez, el Viejo abrazaba en su cuerpo, no solo al amigo de otros tiempos que acababa de llegar, sino a la demanda cariñosa de su pueblo infeliz. Apretado fuertemente por el Viejo lamentó la falta de testigos. ¿Quién le había dicho a la gente canija que no era posible el encuentro entre el heroismo y la libertad?
 

Alrededor de la mesa servida con plátano, lomo, café de hospedaje y un fondo de ron bueno de Beltrán, los dos hombres conversaron hasta bien entrada la noche.
 

-El Partido Revolucionario Cubano que continúa, con su mismo espíritu de creación y equidad, la República donde acreditó usted su pericia y su valor, y es la opinión unánime de cuanto hay de visible del pueblo libre cubano, viene hoy a rogar a usted, previa meditación y consejos suficientes, que repitiendo su sacrificio ayude a la Revolución como encargado supremo del ramo de la guerra...
 

- Para la parte del trabajo que me toca, para la parte de labor revolucionaria que me corresponde, desde ahora puede usted disponer de mis servicios...
 

Era el principio de una conversación que se extendió a los dos día que Martí pasó, como uno de la familia, entre los Gómez Toro.
 

No quiso el viajero marcharse sin antes dejar un recuerdo. Hurtó el albun de Clemencia y escribió: "Como el aire, se respira Patria: y todo el fuego y esperanza de ella, la aurora de libertad en la palidez del rostro y la raza del indómito valor en los ojos abiertos a la la luz de los combates, brillaban en la hija mayor, muy leal y elocuente de su naturaleza, que es ya, antes de entrar en la vida, tierna como compañera sufrida como madre. Francisco que ya se ve como el guardián en la soledad; Máximo, niño pensador que a los catorce años adivina el alma de los libros y le ve en ellos la sangre  a quien los escribe. Urbano valiente de nueve años, que a la madrugada habla de aparecerse al estribo del viajero cargando al hombro las piadosas alforjas, todos oían, con ojos enamorados, los recuerdos del ayer, los sueños del mañana. Se hablaba de los amigos firmes del destierro, de la necesidad y justicia de tener al fin un rincón donde vivir, del cariño y cultura de la ciudad gallarda de Santiago, de Regina y María de Jesús, las dos hermanas prudentes y generosas que el bravo general ha llevado de su brazo por la vida. En casa como esa de amor doméstico y sacrificio natural, debieron vivir los poetas de las primeras epopeyas.
 

Tras la partida de nada volvió a ser igual en La Reforma, con su palabra precisa y el halago sincero que mostraba lo mejor de los otros, aquel hombre los había cautivado a todos.
 

En el caso particular del General no pudo más pensar con tino y reposo sobre sus negocios. Fue entonces cuando los vecinos de La Reforma empezaron a ver al Viejo de complexión recia, seco de carnes y enjuto rostro, montado en su veloz caballo, emprenderla a machetazos contra los hermosos cactus linieros.
 

Cuando alguien le preguntaba qué hacia, se limitaba a decir: "Aquí haciendo ejercicios".

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***
 

Es la primavera de 1984, a bordo del vapor State of Texas, Panchito y su padre arribaban a New York. El General deseaba ver con sus propios ojos el estado de los trabajos de la emigración. Luego de la segunda visita de Martí a La Reforma en junio de 1893, el Delegado, en sucesivas cartas, lo mantuvo siempre al tanto de cada paso suyo, pero aún así, Gómez insistía en cerciorarse personalmente del avance de los preparativos. Creía en Martí, pero más creía en su propia experiencia.

Los intentos fallidos por reiniciar la guerra le habían enseñado a aquel hombre, valiente como el que más a la hora de blandir la espada en la pelea, el momento justo para desenvainarla. Sin embargo, tan solo unos pocos días en la urbe norteña, le bastaron para convencerse que las prisas de Martí: "¿No cree usted, General, que...es hora de que caigamos sobre el país?", no eran infundadas.

En una solemne reunión efectuada el diez de abril, el Viejo fue testigo de la disposición para la lucha de los cubanos residentes en esa ciudad. Cuando al son de las primeras notas del himno de Bayamo, entró en el salón acompañado de Martí y su hijo, la multitud estalló en vítores y aplausos. Todos querían apretar su ruda mano de campesino, agradecerle, agasajarlo. Pero el momento culminante de esa bienvenida ocurrió cuando Martí, a petición de la presidencia, subió a la tribuna:

Yo no puedo hablar esta noche -dijo- porque ante la gloria del padre se inclina el hijo reverente...Este hombre, que no nació en Cuba, a quien conoce y admira todo el continente americano, que ha hacinado tantos laureles sobre su frente que habría con ellos para dar prestigio a muchos héroes; este hombre, que ya es inmortal, y que podría descansar satisfecho de su obra, abandona su comodidad presente, deja una familia que le rinde culto de adoración y que es como premio digno a sus virtudes, se lanza al mar y viene a nosotros con todo el ímpetu de sus pasadas proezas, dispuesto a proseguir el propósito novilísimo de completar la democracia americana. Este hombre, ¡ah, cubanos! merece toda nuestra veneración, y ante él yo me reconozco pequeño, y no puedo hablar, sino para saludarlo con la efusión de hijo agradecido...

La asamblea ahogó su voz en oledas de entusiasmo. Las aclamaciones se sucedían a los aplausos y las protestas revolucionarias a las demostraciones de confraternidad patrióticas.

Fueron dos semanas de intenso trabajo en las que el caudillo, siempre acompañado por su hijo, asistió a reuniones, veladas, fiestas, tanto en New York como en Filadelfia y Central Valley. En todas partes aquilató el ardor de los cubanos y revisó cartucheras mohosas y sables golpeados.

Sus esfuerzos -le dice a Martí- son una obra estupenda de unificación y concordia de los elementos dispersos de fuera, que deben en un momento dado unirse con el elemento sano y dispuesto de dentro para salvar a Cuba. A mi entender este trabajo está ya terminado y urge que entremos en el terreno de los hechos positivos.

El plan de la Revolución queda definitivamente concertado. El General regresará a su finca a aguardar por el instante decisivo en que un barco sin nombre se presentará en un lugar convenido de Santo Domingo para conducirlo a la tierra que se propone libertar.

Pero antes de su regreso a La Reforma, Martí le hace una petición: "Desearía que dejase usted conmigo a su Pancho. Creo que su presencia, a mi lado, en el viaje que voy a dar por las emigraciones de Tampa, Cayo Hueso, Nueva Orleáns, Costa Rica y Jamaica, puede ayudar mucho a la causa."

Gómez, comprendiendo lo conveniente que podía resultar en los campamentos de emigrados que se viera a su hijo ir de la mano del Maestro, y complació al Delegado.

Tras la marcha del General, Martí dedica una veintena de días a la preparación de su próximo viaje al sur de los Estados Unidos, Centroamérica y el Caribe. En este tiempo Panchito apenas se separa de su lado. La amistad, el cariño y el respeto recíproco que nació de las dos visitas de Martí a La Reforma crece en las horas que pasan juntos en la oficina de la Delegación Cubana, donde el Delegado, rodeado de laborantes, habla, discute y escribe a la vez, o en la redacción del periódico Patria en la que Martí, como impulsado por una máquina, redacta cartas políticas, consejos a los conspiradores, notas de vigilancia, comparte con los contertulios y al mismo tiempo, sin dejar de atender a su joven acompañante, prepara un artículo de fondo.

Y en las horas libres; o por las noches, cuando ambos regresan exhaustos a la casa de Carmen Mantilla, el Maestro le muestra al hijo del General, a través de la ventanilla del vagón de ferrocaril o del carruaje, la tumultuosa ciudad de altos edificios y muchas luces. Y allí está la Quinta Avenida repleta de palacetes en cuyas fachadas se mezclan las portadas suntuosas y lóbregas de las casas ducales de Venecia, las torrecillas de abadías góticas, balcones del Louvre, barbacanas de castillo feudal o minaretes árabes. Y más allá de los lujosos coches que llenan la ancha calle, por las aceras se ve marchar a galanes de rubia cabeza o a la dama de belleza peregrina que carga en brazos un perrito de luengo pelo y cabeza fea.

Pero el paisaje urbano no es siempre el mismo. Los sórdidos edificios de ladrillo rojo, uniformes en su construcción, se repiten hasta el cansancio del otro lado de la ciudad. Es allí donde la gente pobre se hacina en sucias habitaciones. Y los hombres también son otros: de rasgos duros, cabello oscuro, aficionados a ver boxear y a beber.

A principios de mayo, Panchito vuelve con Martí a Central Valley para visitar a Tomás Estrada Palma, quien dirige un colegio en ese sitio cercano a New York. El campo en primavera lo llena de nostalgia y dos días antes de salir de viaje con Martí, escribe:

Aquel día que nos separamos, mamá en aquel camino polvoroso, y que pisaban tan queridas plantas, yo pensaba en usted mucho; pero no me alteraba la tristeza. No hay necesidad  de estar triste en este mundo, sino cuando falta algún deber que llenar. Pensaba en volver por aquel camino algún día siendo más hijo aún, más hermano, más digno de las caricias de madre que presto me abriría sus brazos. Estoy en el lejano Norte y uds. la armonía de ese hogar -la patria mía- están siempre reflejados en mi corazón.

En otra carta le dice a su padre: Para ti van besos de tu hijo; pero no pienses en el hijo ahora, piensa en el soldado más obediente y cumplidor que mañana has de llevar a la batalla.

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