Silencio

Silencio
Fecha de publicación: 
25 Noviembre 2019
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En la alta noche, cuando Raúl dio la noticia, mucha gente se sintió descolocada. Como si eso que había sucedido no fuera natural. Fidel había estado ahí por mucho tiempo, por todo el tiempo de muchos.

Invencible, imbatible, vencedor de obstáculos, desafiando los peligros tantas veces...

«Uno hubiera querido que fuera inmortal. Y a veces era como si ese deseo se hubiera hecho realidad. Yo misma, inconscientemente, me lo creí. No estaba preparada para que un día faltara, por más que lo viera enfermo y desgastado. Creía que se las arreglaría para burlar a la muerte» —me escribió una amiga en el chat, a los pocos minutos.

Su sentimiento era el de muchos.

En una parada, mientras esperaba el ómnibus esa madrugada, una señora le decía a otra: «¿Y ahora qué? Este es el día que yo pensé que no iba a llegar nunca».

Llegó, y contra lo que pensaron algunos (lo que esperaban algunos), no hubo histeria colectiva, desgarradura de vestidos, caos ni desesperación. No se desmoronó el sistema cuando le faltó el pilar.

«Ese fue su mérito mayor —escribió mi amiga—: fundirse con su gente, hacerse pueblo. Ahora es como si Cuba fuera como el famoso cartel: un Fidel multiplicado».

Fue premonitorio. Esa fue la frase que enseguida corearon miles, en todo el país: «Yo soy Fidel».

Nadie la impuso, nadie la dictó. Fue un impulso colectivo, la fuerza del convencimiento. El primer homenaje del pueblo a su líder.

Después del primer impacto, después de la estupefacción, sobrevino el silencio.

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En la mañana del sábado 26, en La Habana, ciudad vocinglera, solo se escuchaba el tráfico y los pájaros.

Unas horas después, cientos de miles harían largas colas en la Plaza de la Revolución para rendirle tributo a Fidel. Días después, abarrotarían las calles para despedir el cortejo (la crónica de ese último viaje ha sido escrita muchas veces, y siempre emociona).

Pero esa mañana era el silencio. La contención serena. El dolor compartido con millones.

Nadie lo pidió, también fue espontáneo: la gente comenzó a poner banderas en ventanas y balcones.

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Banderas cubanas, el símbolo que tantas veces enarboló Fidel.

«Esta fue la bandera que yo llevé a recibirlo cuando entró en La Habana, en 1959 —decía una anciana mostrando la enseña que colgaba en su puntal—; es tan vieja como yo, pero mantiene sus colores. Yo tampoco me voy a decolorar nunca: hasta el día de mi muerte seguiré siendo fidelista. Y después de mi muerte, también».

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