ARCHIVOS PARLANCHINES: ¡No me gusta el despelote!

ARCHIVOS PARLANCHINES: ¡No me gusta el despelote!
Fecha de publicación: 
21 Octubre 2019
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Cuando compartí esta crónica en Facebook, un amigo me comentó que la visión del cubano ofrecida en este escrito resulta «turística», fuera de época y alejada de la realidad. Me acusó de mezclar la música de Grenet con el actual reguetón más barato. No lo creo. Sé que hay ciudadanos pesimistas, pero también hay amigos que siguen subiendo piedra a piedra y creen en el futuro más allá de los inconvenientes de la vida diaria.
 

Estos últimos siguen siendo extrovertidos, gritones, audaces, cuentistas y exagerados, además de trabajadores, simpáticos, bromistas y bullangueros hasta más no poder. También creen saberlo todo, y lo que no, se lo imaginan. De todas formas, muchos de ellos han caído presas de costumbres que, a fuerza de repetirse, se han convertido en normas inviolables, algunas de las cuales se antojan algo extravagantes.
 

Con el ron, digamos, pasan dos cosas: al descorchar una botella hay que tirar un trago al suelo para que lo gocen los santos y, acto seguido, el licor debe beberse puro, sin hielo, sin cola y con el grado de alcohol más alto, como parte de un ritual donde no pueden faltar el dominó, el buen tabaco, las palabrotas y el intercambio de opiniones.

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Somos, igualmente, esclavos de los helados de barquillo y de los platanitos fruta. Pero, claro, si hablamos del 31 de diciembre, y el aumento del salario reciente lo permite, caemos rendidos ante el arroz blanco con frijoles negros, la yuca con mojo y un lechón asadito que se transforma en el rey del alboroto familiar. ¡Ese día no se puede comer nada más!

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Como parte de nuestros mecanismos de comunicación, los cubanos estamos atados, asimismo, al beso y al abrazo más efusivo. El saludo seco de «¿qué hay» o «¿qué vuelta?» es para las personas que menos nos laten o anónimas. Y ni hablar de nuestro sempiterno delirio con la familia. Podemos tirarnos, a veces, los cacharros a la cabeza; sin embargo, todo lo discutimos con papá, mamá, hermanos, hijos… sin olvidar a los tíos políticos y a los primos terceros. ¡Ah!, y en el hogar los padres son «los viejos» o «los puros», un término aún más campechano.
 

Otra de las obligaciones que tenemos es la de llevarnos bien con los vecinos, nuestros aliados de siempre (más allá de ciertas broncas pasajeras), a quienes dejamos la llave cuando viajamos y les pedimos que nos llenen los tanques de agua, atiendan a los fumigadores y mantengan alejada la propiedad de manos intrusas. Esta excesiva confianza en el prójimo nos lleva, incluso, a sacarles cháchara a personas desconocidas a las que, sin el menor rubor, les revelamos más de un secretillo.
 

He conocido a varios extranjeros que se han quedado sorprendidos porque, a la hora de estar caminando por Obispo, ya se sienten como en casa: les llueven los apretones de mano y las palmadas en el hombro; todo el mundo les brinda café o ron «pela’o», y hasta los quieren acompañar a visitar el Castillo de la Real Fuerza o recorrer la capital en coches de caballos.
 

Una de las rutinas que no se pueden violar es la de hablar con doble sentido. A ratos, no podemos o no deseamos decir las cosas claras, al duro, y entonces se apela a ciertas locuciones que pueden molestar a más de uno y son un claro reflejo de la sandunga nacional: «Oye, amigo, eso se cae de la mata» (es muy evidente); «mija, ¿te peinas o te haces papelillos?» (la fulana está indecisa); «papi, tú te das tremenda lija» (es vanidoso el tipo), o «el que nace pa’ martillo, del cielo le caen los clavos» (suertudos, ¿yo?).
 

Una regla de oro que llena de admiración a los foráneos es nuestra habilidad para arreglarlo todo y ponerle trampas a la posible escasez: inventamos las piezas de los «almendrones», cada día más careros; les ponemos chillones motorcitos a las bicis chinas, o metemos las entrañas de un viejo ventilador chino en un «pepino». En la Isla nada se desecha; al contrario, todo se reutiliza —a veces, con propósitos inverosímiles y diferentes a los originales.

Podemos sudar la gota flaca para tomar una guagua y ponernos patines para conseguir algunos productos en la tienda, mas las fiestas bien ruidosas y con mucha gente nos siguen poniendo boca arriba. En cualquier reunión de cubanos las cervezas pueden estar calientes y duro el pan de los bocaditos con pasta, pero jamás pueden faltar la música —bien alta— y el baile de caderas y pies incesantes que nos alimenta y satisface al máximo. Y con la playa sucede lo mismo; no obstante, hay una ley: a Varadero, Santa María u otro balneario solo se debe ir en los meses de estío. A pesar de que disfrutamos de un eterno verano, los nacionales reniegan de sus palmeras durante los meses de «invierno» y no dudan en sacar sus abrigos en cuanto la temperatura baja un poco de los 24 grados.
 

En fin, aunque a nivel personal los cubanos damos la imagen de ser «buenas gentes» y, sobre todo, libres a la hora de improvisar bochinches como parte de las batallas del día a día, en realidad nos ponemos malgeniosos cuando no se respetan nuestras prácticas habituales y se confunde el «coco con la mermelada de guayaba». Pruebe y verá.

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