DE MIS RECUERDOS: Gladys

DE MIS RECUERDOS: Gladys
Fecha de publicación: 
21 Septiembre 2019
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Se llegaba a ella de golpe, de súbito, o no se llegaba nunca. No había ningún camino para encontrarla, ni dato alguno para ir de ella al pasado o de ella al futuro.

Dulce María Loynaz, en su novela Jardín.

Es Gladys. No se ha dado cuenta de mis miradas. Las intenté separar de la indiscreción y del asombro: la he vuelto a ver, sentada cerca, en esta guagua que nos conduce al campamento agrícola, por los años 90. ¡Mi primera mujer! Con ella bogué en un mar desconocido para mí, remo en popa y avanzar en las cuatro paredes aquellas que de gris pasaron a azul por magia, selva, fuego. Yo, potro; ella, hembra experimentada.

Recuerdo con tristeza y vergüenza aquel placer inicial, y me veo joven, cual el Thiago de aquella telenovela brasileña, y mi viejo, a lo Marco Aurelio.

—Mijo, ya es hora… me dijo sonriendo para informarme sobre aquel estreno.

Sentí sensación parecida a cuando me confesó que los reyes eran los familiares. Esa misma tarde, me llevó a comer al restaurante italiano Montecatini, de 15, en el Vedado. Nos llevó. Frente a mí, Gladys, y entre pizzas, lasañas y espaguetis, me presentó a quien sería mi iniciadora en los lances del lecho.

—Él tiene sus complejos por los granitos en la cara; yo le digo que eso es bobería, que ya se le quitarán.

—¡Qué importa...! La mulata toca con suavidad mi mano: me erizo y semejo la carpa de un circo con leones rugiendo, los cómicos y malabaristas actuando. Después, el encuentro verdadero, en su cuarto, puesto por un anciano ricachón, cerca del Mercado de Carlos III. Y la broma encabezada por el doctor Amado de la Peña cuando retorno a la clínica propiedad de mi viejo.

—Habrá que llevarlo al psicólogo: no va a poder funcionar si no suenan disparos. No lejos de allí hubo un tiroteo entre la gente del 26 y los guardias.

—Espero que la hayas disfrutado; bien cara le salió a tu padre, casi te la compró —comenta Moreno, el enfermero.

Las carcajadas me ponen más roja la cara.

Vuelvo a los 90. La veo batirse en estos 15 días de movilización como parte del programa alimentario, y levanto el brazo por ella cuando la proponen vanguardia en la asamblea final de la emulación. El rubor, la sonrisa vencen las lógicas arrugas, el menor brillo del pelo.

Este momento no es inefable. Sin embargo, es un reto, harto difícil para llevarlo a las cuartillas, atrapar la coincidencia, los recuerdos, la nueva vida, Gladys, su lucha por renacer, el apoyo social, la FMC,... sin abismarse en el melodrama, pese a que la existencia está llena de melodramas y hasta de senderos ridículos.

Temo, y de contra, —pueden criticarme, si lo apetecen— no puedo vencer la timidez, que, a pesar de ser golpeada por mis años de profesión, sale de su escondrijo y muerde duro. Soy incapaz de hablar con Gladys; ella no ha descubierto quién soy, ni sabía mi nombre completo siquiera entonces. No tengo valor de destrozar los obstáculos que, seguro, ha puesto frente a esas vivencias. Callo: soy más ser humano que periodista, y no me arrepiento.

Por lo que conversa con otros en el camión durante el regreso, sé que anda incendiada de los deseos de ver a sus hijos, a los nietos. Imagino: los acariciará y, entre las caricias, mostrará el diploma que acá obtuvo con tanto sudor sobre los surcos. La ayudo a bajar cuando arribamos a la sede municipal del sindicato.

—Oiga, su cara me parece conocida...

—Puede ser: ando por muchos lugares.

Nos separamos. Creo que la pierdo para siempre. ¿Para siempre? Más de 20 años después del reencuentro, vive en estas líneas, aunque más nunca supe de ella. ¿Qué puede arrancarla de mí mientras yo exista?

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