Un tesoro en la calle

Un tesoro en la calle
Fecha de publicación: 
23 Enero 2019
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Alguien lanzó a la calle los tesoros de una niña. Ni siquiera tuvo el pudor de guardarlos en una jaba y echarlos discretamente al contenedor.

Claro, las historias pueden ser muchas.

Quizás a la niña le compraron juguetes nuevos, o, tenía tantos que decidieron desechar los más viejitos. O la niña ya no vive en Cuba y alguien, sin ningún vínculo emocional con ella, decidió tirarlos.

Cabe la posibilidad de que haya muerto, pero eso es mejor ni pensarlo, ni escribirlo.

Existe también la alternativa de que la niña que se entretenía con esos juguetes hoy sea una mujer. Y arreglando el closet, decidió librarse de viejos recuerdos, “de un poco de tarecos”.

De todos modos, tirarlo así, a la calle, me parece algo impúdico, una indelicadeza, como mostrar a todo el mundo una íntima carta de amor, quitarse en público la prótesis de un ojo o amplificar al barrio los gemidos de un orgasmo.

Es que basta con detener la mirada en el colorido montón para descubrir que allí están, dispersos entre el polvo de la acera, pisoteados por quienes pasan, fragmentos de una infancia, girones de alegrías, de fantasías y ensoñaciones.

Puede verse el estuche de sombra para ojos y el pintalabios, muy gastados, con que la niña jugaba a colorearse de mujer. Tal vez la mamá, en vez de desecharlos, se los regaló para que jugara. Y quién sabe cuántas horas se estuvo la niña ante el espejo imaginándose artista, modelo, princesa de labios rojísimos –ay Darío con su triste princesa de labios de fresa- y cachetes arrebolados por un colorete mal repartido sobre aquellas mejillas frescas, que no lo necesitaban.

Están también sus sandalias, muy usadas, una rota. Cuánto correr para ocultarse tras el árbol, cuánto saltar a la suiza o al pon. La pelota ponchada reposa igual allí. Nadie sabrá ya por qué la niña se empeñó en conservarla después de rota, quizás porque al verla, aunque inservible, le recordaba el día en que se la regaló su papá, o las tantas veces que la lanzó hacia arriba, hacia el cielo, esperando que alguna vez no bajara, que siguiera subiendo y subiendo hasta llegar a ese lugar donde le decían que alentaba la abuela.

Junto a la pelota asoma, de modo algo macabro, la cabeza de una muñequita. Seguro la niña la peinaba mucho, le cambiaba el vestido, la llevaba de paseo junto con ella y a lo mejor hasta le puso un nombre y una historia que a nadie contó.

Derrotados, andan dispersos cual perdedores de la última batalla, trozos de crayola. Cuántos mares y cielos atardecidos pintó la niña con ese pedazo de azul; ¿era muy redondo el sol que coloreó con el amarillo? Con el rojo seguro dibujó flores, corazones, quizás mariposas y bocas que reían.

Por todo eso, por más, prefiero suponer que aquella niña es hoy una mujer que decidió hacer limpieza general. Que botó sus viejos juguetes porque, en definitiva, ella es hoy también la niña que fue, así que lleva consigo y a todas partes aquel colorido pedazo de vida.

De todos modos –y por no hablar aquí de la higiene de la ciudad y otras yerbas-, de seguro había otras maneras, ¿verdad?

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