ARCHIVOS PARLANCHINES: «Caray, hijo mío, por los clavos de Cristo»

ARCHIVOS PARLANCHINES: «Caray, hijo mío, por los clavos de Cristo»
Fecha de publicación: 
7 Septiembre 2018
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«¡Fue un mambí de la justicia!», se alardea con letras mayúsculas en un artículo publicado por la revista Todo por Pinar del Río, en mayo de 1947, sobre León Armisen Martínez. El gacetillero Simón Hernández Padrino cae en ridiculeces como «fue un sol del mundo moral» y un «cultor de lo justo y equitativo». Aun así, al final, se las arregla para perfilar a cabalidad la imagen de un juez probo, noble y audaz hasta en las injusticias, a quien no le falta cierto humorismo criminalizador de agravios («caray, hijo mío, por los clavos de Cristo»).
 

Oriundo de Nueva Paz, en la anterior provincia de La Habana, Armisen, ya cincuentón, asume la presidencia de la Audiencia de Pinar del Río y no demora en imponer un ejemplo

difícil de olvidar entre sus conciudadanos, quienes nunca dejan de asombrarse ante su estampa de mayoral. Jamás suspende un juicio ni permite a las partes involucradas hacerlo

para no acentuar las penurias del erario público y de trucos leguleyos… ¡nada! Por supuesto, las opiniones sobre él están divididas: algunos ven su justicia como «salomónica»,

personalista y poco ortodoxa. Otros, en cambio, observan en su forma de administrarla tesis enciclopédicas y un conocimiento pleno sobre el salvajismo oculto tras las caretas. Sea así o no, pronto se convierte en una empedrada muralla contra el delito, la corrupción y la mediocridad, lo cual le gana simpatizantes y enemigos por montón, sobre todo, entre los representantes del poder político y económico.

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Juez León Armisen Martínez        Foto: Cortesía del nieto de León Armisen Martínez

Fanático de los temas jurídicos y, a la vez, dueño de una charla llena de agudezas y coloquialismos, es, por añadidura, el centro de un rico anecdotario. Ahí está el caso de un

libertino poeta, quien presencia una bronca en el establecimiento de un fígaro y se dirige como testigo a Armisen utilizando una simpática cuarteta:
        
Estando José María
sentado en su barbería
llegó José Ramón
y le dio un bofetón.
 

—Continúe… continúe —replica el sentenciador:
 

Se formó la confusión
y tan grande algarabía
que llegó la policía
y los metió en el cajón.
 

La respuesta, que fue, a la vez, decisión con limitados considerandos, no se hace esperar. Con una agilidad mental sorprendente y una socarrona sonrisa, Armisen le contesta:
 

Absuelto José Ramón
y absuelto José María
y a usted por su poesía,  
treinta días de prisión.
 

Otro suceso que no se libra de la imprenta involucra a un hijo de Galicia, quien, al aceptar una multa de treinta pesos impuesta por el magistrado, le manifiesta con desplante:
 

—Como estos... ¿no?

—Un momento, un momento… —le responde Armisen— mire a ver, regístrese el otro bolsillo y busque treinta días de arresto.
 

Poco estricto al vestir, de facciones distinguidas y un largo y ancho bigote, el enjuiciador, cuyo único retrato está en la Sala de Togas del Palacio de Justicia de Pinar del Río, tiene, además de la jurisprudencia, dos amores de cuna: la caza y la pesca. En su casa oculta un verdadero arsenal: bellos rifles, pistolas de diversos calibres, remos, velas, instrumentos de navegación… Allí también vive Don, su perro favorito, quien custodia los recuerdos atesorados en sus correrías por Cuba, Canadá y México, durante las cuales se distingue como un gran tirador y defensor a ultranza de las especies marinas.
 

Los pescadores creen que las truchas existentes en las lagunas y ríos del oeste de Cuba en estos tiempos son familia de las que el corajudo juez echa para hacer cría.
 

Hernández Padrino puntualiza que Armisen muere una mañana de enero de 1933, cuando su cuerpo se desploma del caballo mientras persigue una liebre en la finca Potosí, de San Diego

de los Baños. En una de las palmas del lugar, Elpidio Pipí Gravier, su compañero de aventuras y amigo, traza una cruz con un machete de caza. Aún existe.

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