Elevadores: Odisea en el transporte vertical

Elevadores: Odisea en el transporte vertical
Fecha de publicación: 
9 Agosto 2018
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Luego de marcar el número en la pizarra, se escucha un ruido sordo, como ronroneo de bestia que despierta, y la gruesa puerta metálica comienza a cerrarse inexorablemente, aislándote de cualquier señal de vida en el planeta.

El elevador ha comenzado su ascenso.

Cada día, al subir o bajar en la mágica caja, la gente no es consciente de que se está enfrentando a una aventura. Son como catafalcos que te secuestran hacia el infierno o al paraíso, mientras tú permaneces en la más absoluta indefensión.

Durante el ascenso o descenso, tu vida queda en manos de una urdimbre de cables, cadenas, poleas, correas, circuitos integrados, muelles.

Inhumanos mecanismos se adueñan de tu existencia trasladándola por un horrendo túnel vertical, cuyo término la imaginación lo dibuja como el fondo de una caverna inundada de ratones, cadenas oxidadas y fétida oscuridad.

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Claro que casi nadie deja traslucir sentimientos similares a los descritos. En mi caso, subo al catafalco como el que más, hasta sonriendo y regalando saludos si hay otros pasajeros. Eso sí, tomo discretamente mis precauciones, que es decir, cumplo con el ritual: inmediatamente que comienza la subida me doy a la urgente tarea de buscar en la cartera la llave de la casa, y si la encuentro – ¿alguien ha buceado en la cartera de una mujer trabajadora y a la vez encargada de los quehaceres domésticos?- antes que llegue a mi piso, entonces me inunda la tranquilidad, el convencimiento, de que nada ocurrirá.

Pero ¡ay si me enredo en el bolso con el recién comprado fragmento de ristra de ajo, o con la trascripción de la última entrevista confraternizando con servilletas de papel o fundidas en estrecho abrazo con el cable del cargador del teléfono!

¡Ay si no puedo, por más que buceo desesperadamente, dar a tiempo con la llave! Si eso pasa, a medida que el monstruo metálico sube y sube, me embargan las más tétricas visiones y los goterones de sudor me empiezan a correr. Pero yo ahí, aparentemente como si nada, para que ni el espíritu del elevador se entere de mi pánico.

Ayer, encontré la llave sin problemas, cuando el ascenso apenas empezaba y las nueve personas –y un perro- se acomodaban a como tocara en la cajita metálica, semejante a como deben hacer los tronchos de jurel al caer en las latas.

Respiré confiada, me atreví hasta a acomodarme el pelo mirándome en las relucientes, fatídicas paredes. Y cuando terminaba el recorrido, cuando las luces de la pizarra indicaban la llegada al piso junto con el habitual tintineo de aviso... las puertas no se abrieron.

Solo un instante después de cruzar miradas de incertidumbre y alarma, la luz, que había pestañado durante el ascenso, se apagó.

Quien no lo ha vivido no puede tener idea de lo sobrecogedor que se vuelve quedar encerrado junto a otras nueve personas, algunas de ellas desconocidas, y a un perro pekinés, que de inmediato empezó a gruñir.

Las linternas de varios celulares se abrieron paso en medio de una oscuridad tan absoluta que ni las manos dejaba ver, pero junto con las claridades igual avanzaron los malos augurios:

-Mejor apagar las lucecitas esas porque nadie sabe hasta cuándo vamos a estar aquí y así se gasta más la batería.

Algunos previsores apagaron, otros no; pero todos los que poseían móviles empezaron a llamar inmediatamente.

Aquella, al esposo; el de más allá, a la vecina del décimo piso; el otro, valoraba con alguien del otro lado de la línea la posibilidad de llamar a los bomberos.

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Una señora, que no tenía teléfono, optó por golpear insistentemente la metálica puerta, que en medio de la oscuridad parecía retumbar más, como asustado corazón gigante. Tantas veces golpeó sin descanso que otras dos de las persona atrapadas se miraron entre sí con alarma. La golpeadora estaba al borde un ataque de pánico.

¡Nada de eso tenía que haber pasado, porque yo llevaba mi amuleto! Es decir, llevaba bien apretada en el puño la llave de la casa que había encontrado en el fondo del bolso sin apenas dificultad.

Pero ahí estaba detenido el traidor monstruo metálico. Y yo aguardaba, pálida y sudorosa aunque nadie podía verme, inmóvil porque pensaba que el más mínimo gesto de mi parte quizás podía ser el impulso que faltaba para precipitar la maldita caja al abismo, al foso.

Mirando pa’rriba

A fosos de verdad descendían los primeros elevadores de que se tiene noticias. Aseguran que el Tito, el emperador romano, allá por el año 80 d.C. incorporó al Coliseo un elevador que, con cuerdas y poleas, subía hasta la arena lo miso a fieras que a gladiadores.

Ese mecanismo, el mismo de la grúa, fue seguido por el de transmisión a tornillo. Solo en el siglo XIX se instaló el primer freno de seguridad para ascensores. Tendría que pasar una veintena de años para que el elevador hidráulicos sustituyera al de vapor -que se desplomaba más que a menudo-, y solo a inicios del siglo XX empezaron a instalarse los primeros ascensores eléctricos.

alt Fue con los primeros ascensores eléctricos sin engranajes que comenzó la llamada Revolución de los rascacielos.

Quienes viven en edificios muy altos saben que entre los viajes que más hacen se apuntan los que realiza a bordo del elevador, más que en autos y en guaguas.

Pero por más que uno esté acostumbrado a este transporte vertical, casi siempre se experimenta cierta inevitable ansiedad condicionada porque no se tiene el control del artefacto.

Bien lo sabe Lee Gray, investigador de la Universidad de Carolina del Norte, EE.UU., a quien de tanto investigar el tema se le conoce como “el hombre del ascensor”.

Este estudioso asegura que "El elevador se convierte en un espacio interesante, en donde las normas de comportamiento se vuelven extrañas. Son ámbitos socialmente curiosos a la vez que muy raros".

Cuando es uno solo el que entra, por lo general se sitúa de frente a la puerta. A partir de entonces, todos los demás que entran van situándose en puestos específicos, según ha analizado Lee Gray.

De acuerdo con este catedrático, a medida que las personas van entrando se sitúan en cada una de las esquinas porque es la forma de crear la mayor distancia posible. A la quinta persona le toca el incómodo centro.

Está también estudiado que todo el mundo evita el contacto visual. Así impiden que su conducta se interprete como rara, ambigua o incluso amenazadora.

A medida que, como tendencia a nivel mundial, entró en declive el oficio de ascensorista al implementarse las puertas automáticas y el mando del elevador también automático, fueron sumándose al diseño de estos equipos los espejos o porciones abrillantadas que permiten reflejar imágenes.

Ello busca contrarrestar la sensación de soledad cuando se sube sin compañía y, a la vez, también crear una sensación de mayor amplitud minimizando sentimientos de claustrofobia que pudieran aparecer.

Cuba en el sube y baja

En La Habana, donde se concentran los edificios más altos de Cuba, existen más de 600 ascensores repartidos entre edificaciones de organismos y del sector residencial, que agrupa más del 60 %. El municipio Plaza de la Revolución concentra más de la mitad del total de elevadores.

Así informó el pasado 26 de junio la capitalina emisora Radio Metropolitana, que igual dio a conocer de un plan concebido desde 2007 y hasta el 2020 para sustituir todos los ascensores de vieja data en esos edificios.

De hecho, algunas de esas construcciones ya disponen de 325 nuevos ascensores desde que se inició el citado programa de sustitución y en perspectiva queda cambiar todos los que tengan más de 50 años de vida útil.

Está claro que cambiar un ascensor no es mudarse de medias. De acuerdo con el reporte de la colega Inés María Miranda, demora entre tres y cuatro meses montar uno nuevo y eso en dependencia del número de pisos del inmueble, de las facilidades temporales para los contenedores, de las grúas y de las maquinarias que deben situarse en las azoteas de los planteles más altos. A veces incluye hasta el cierre de calles.

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El montaje, mantenimiento y reparación de ascensores en la ciudad es tarea de la Empresa Provincial de Ascensores conocida como Unisa, Según declaraciones de su director Ramón Faife Gutiérrez a Radio Metropolitana, disponen de piezas de repuesto para el servicio de mantenimiento y de un puesto de mando las 24 horas para atender las necesidades de los clientes.

El reporte no consigna cuánto es el costo de estos servicios pero sin dudas debe ser bien elevado, sobre todo conociendo que todo empleado para ello es importado, y sin olvidar que el bloqueo impuesto a Cuba de seguro deja también es este ámbito su zarpazo.

Hace apenas unos días, en la reunión del Grupo Gubernamental de Apoyo a la capital dirigida por el Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros Miguel Díaz-Canel Bermúdez, se destacó, entre muchos otros esfuerzos, la importación de equipos y piezas para dar respuesta al programa de revitalización de los ascensores.

Pero como el mantenimiento o la reposición de ascensores no los paga el bolsillo particular, en más de una oportunidad los elevadores sufren del egoísmo y la irresponsabilidad de más de uno.

En el caso de los instalados en edificios altos multifamiliares, puede uno tropezarse con quien trepa al elevador portando una enorme y maloliente jaba de basura que le borra de golpe la colonia que usted se acababa de echar.

Eso por no hablar de quien monta con su perro Dóberman, sin correa ni bozal, y al ver que usted se encoge ante el hocico del animalote que no deja de olisquearlo, simplemente le tranquiliza: “no hace nada, es tranquilito”. Sí, hasta un día que ojalá no sea este, piensa el olfateado mientras cuenta los segundos para llegar a su piso.

Tampoco debería dejarse de mencionar aquellos que al verse protegidos por la soledad de la cabina, lo mismo deciden limpiarse la nariz, que se acicalan como no hicieron en casa o se rascan donde y como no lo harían en público. Cuánto develaría una cámara oculta en un elevador.

Están también aquellos que deciden cargar todos los sacos de cemento, arena y recebo en un solo viaje olvidando que el elevador tiene un tope de peso. También ese tope deciden olvidarlo a veces los inquilinos del propio edificio.

Si el letrerito dice ocho personas como máximo, ¿por qué siguen subiendo? ¿Por qué ya suman diez contando a la gordita con el pekinés?

Eso mismo me preguntaba atrapada en el elevador, escuchando el gruñir cada vez más amenazante del animalito peludo, cuando, de pronto, un chirrido anunció que continuaba el ascenso.

Al final, fueron solo diez años, es decir, diez minutos. Bastaron para dejarme perfectamente estampado en la palma de la mano el contorno de la llave de la casa, tanto la había apretado confiando en su poder de talismán. Pero me embarcó, la muy insensible, la cruel. Vaya, que ya ni en las llaves se puede confiar cuando en el elevador suben diez y un perro.

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