Cuba: Lo real maravilloso frente al portal

Cuba: Lo real maravilloso frente al portal
Fecha de publicación: 
25 Abril 2018
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Imagen principal: 

«Lo real maravilloso (...) es lo real maravilloso nuestro, es el que encontramos al estado bruto, latente, omnipresente en todo lo latinoamericano. Aquí lo insólito es cotidiano, siempre fue cotidiano (...)»

                                                                                                                  Alejo Carpentier

Entre el estrépito de los bocinazos y la algarabía de los vecinos, el auto antiguo y relumbrante parquea frente al edificio. Lo adornan tantos globos que parece va a elevarse en cualquier momento y a la vista de todos.

Pero a la vista de todos lo que aparece es la novia. Como en otra dimensión, etérea y ajena, desciende del carro con su vestido blanco, cascadas de tul armándole una larga cola al traje.

Como a la orden de una invisible Wendy, un niñito y una niñita se colocan al final del vestido y alzan la espumosa cola con tal donaire como si estuvieran en la corte de Luis XV.

Pero tanto pesan tules y encajes, que por momentos se les escapan de las manos a los niñitos, y es entonces cuando la blancura de las telas empieza a volverse una lástima arrastrada entre papeles, desechos varios, y ese polvo prieto danzando como remolino en el portalón del edificio.

En solo instantes, rodeando a la novia se arma el más singular de los corros. El conejo de Alicia, acostumbrado a gatos sonrientes y parlantes barajas crueles, habría quedado sin comentarios: junto al blanquísimo tul y a las filigranas del traje está la vecina del cuarto piso con una jaba rebosante de boniatos terrosos en una mano, y con la otra acariciando el perfumado cabello de la prometida.

Para darle sus parabienes se abre paso, codazos mediante, Matilde, llevando como siempre en brazos a su perra cocker, evidente enemiga del baño.

Entre tanto, una joven, presumiblemente pariente de la novia, posa ella también junto al auto llevando apretada licra negra que va a morir en unos botines puntiagudos adornados de metales. Pretende combinarlos con un sombrero de fieltro también negro. Hace calor, mucho, y es igual de negro el maquillaje que va corriéndose de los ojos de esa aprendiz de vaquera; lágrimas negras bajo el sombrero.

Una niñita vestida de encaje rosado suda a mares, parada como una estaca sosteniendo un cojín de raso rojo donde descansarán los anillos. Justo sobre ese cojín más de una vez amenaza con hacer canasta la pelota que Liván, el hijo del carnicero, en el short de jugar al pega’o. No ha parado de repicar el balón contra el piso, a escasos centímetros del lugar.

El rítmico chasquear de la bola contra la acera marca un tempo de allegro andante, indetenible. Respondiendo a él, como aplicados músicos de una orquesta, todos gesticulan y hablan como en cámara rápida.

Boniatos, tules, perra, velo, jaba, raso, licra... y desde el último escalón, Tina, la abuela más abuela del barrio, mantiene en equilibrio entre sus manos temblorosas un cartón de huevos —llegaron los huevos de la libreta— que castañetean mientras sobre ellos estallan, silenciosas, discretas, las lágrimas de emoción de la anciana, quizás evocando cuando fue ella la novia.

«...lo maravilloso comienza a serlo de manera inequívoca cuando surge de una inesperada alteración de la realidad (el milagro), de una revelación privilegiada de la realidad, de una iluminación inhabitual o singularmente favorecedora de las inadvertidas riquezas de la realidad (...). Para empezar, la sensación de lo maravilloso presupone una fe. (...) A Van Gogh bastaba con tener fe en el Girasol, para fijar su revelación en una tela».

No sé si Carpentier, autor de la cita, hubiera podido constatar cuánta fe movía a aquel mágico grupo, pero para mí era evidente: los animaba su fe en privados —y respetables como cualesquier otros— códigos de elegancia y belleza, fe en el ritual y sus requisitos, fe en los símbolos, en los íconos, resguardados por cataratas de velos y calendarios, bajo oleadas de merengue rosa y enjaezados por una larga cadena de anillos pretendiendo apresar la felicidad en una circunferencia sin salida, como quien anilla la pata de una paloma.

Cada uno se proyectaba en aquella escena desde el anhelo, el asombro, la admiración o la envidia, pero espontáneamente involucrados hasta el último adarme, asumiendo desde el convencimiento la condición de ser imprescindible en aquel mosaico real maravilloso que quizás hubiera llevado a Carpentier a completar de diferente manera el final de aquella sentencia suya:

«Después de sentir el nada mentido sortilegio de las tierras de Haití, de haber hallado advertencias mágicas en los caminos rojos de la Meseta Central, de haber oído los tambores del Petro y del Rada...» nada hay comparable con el día a día cubano, pudiera haber escrito sin temor a equivocarse, sin margen a las dudas.

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