CRÍTICA DE CINE: Amélie

CRÍTICA DE CINE: Amélie
Fecha de publicación: 
7 Marzo 2018
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El fabuloso destino de Amélie Poulain (2001) nunca escondió que era obra de opulencias. Pero empecemos por el principio.

No se trata de un estreno. Como Antoine de Saint Exupéry con su dedicatoria en El principito, voy a intentar justificar el por qué hago un comentario sobre una cinta de hace siete años.

Primero. Porque esta columna no va de venderles una cinta, sino de sentirla. Segundo, porque hago los comentarios de las cintas que consigo en «el paquete» y no de las que estrenan los precarios cines de nuestra capital. Pero si estas razones no fueran suficientes, diré que hago el comentario para las personas que éramos —ustedes y yo— en el 2001.

Ya sé que fue una tontería, pero con Amélie parte de mi generación tuvo un antes y un después.

Los roommates de esa época de mi vida solían poner la música de Yann Tiersen para hacer ejercicios. Así como ahora se escucha en los gimnasios reggaetón o alguna fusión de dudosa procedencia. Algún que otro amigo empezó a coleccionar fotografías de desconocidos. Y yo mucho que pinté flechas azules en la calle —una vez me paró la policía— para darle sorpresas a mi novio del momento.

Eso es lo que pasa con las grandes obras de arte. Influyen. Como el Guernica de Picasso, que deja sin aliento. Como Los sufrimientos del joven Werther, de Goethe, que provocó una ola de suicidios en Alemania. Como Amèlie, que tanta referencia literaria —intertextualidades— suscitó en la narrativa de los jóvenes egresados del Centro Onelio aquí en Cuba.

La vida son las pequeñas cosas: que tu padre te coja en brazos de vez en vez, que no te guste que se te queden marcas de sábanas en la cara cuando despiertes. Que suframos cuando nuestro pececito se salga de la pecera.

Lo que pasa con el cine es que, a veces, sus colores son tan vivos y su fotografía tan sugerente, que termina por convencerte, al menos por par de horas, de que la vida puede resumirse a un bonito atardecer.

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Fotograma del filme Amélie

Que sabemos que no es así. Sabemos que no podemos asumir la personalidad introvertida de Amèlie y tener amigos imaginarios… pero nuestra parte pueril y bohemia (los que no la tienen, no van a poder visionar ni cinco minutos de esta película) queda seducida por un Montmartre de personajes tan auténticos y atípicos, que cuando se dan en la vida real, les hacemos la prueba de drogas.

Hay legítima magia en esta película... y suficiente energía para encender toda una ciudad en una oscura y triste noche.

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