Linotipo: Réquiem por un difunto

Linotipo: Réquiem por un difunto
Fecha de publicación: 
19 Febrero 2018
0
Imagen principal: 

Nunca se dio a conocer la noticia. El linotipo fue extinguiéndose digna y silenciosamente, como cayó el Principito sobre la arena.

Pero el Principito tenía un piloto que lo recordaba y los linotipos nunca han tenido, al menos en nuestra Isla, un réquiem digno de su linaje.

Al igual que las cartas manuscritas, las jeringuillas de cristal, los cassettes y las máquinas de escribir, los linotipos pasaron a mejor vida sin una despedida oficial.

Cuando vuelvo la vista atrás –y lo hago poco- en mi carrera periodística de 31 años, ese viaje al pasado va acompañado siempre e inevitablemente, de una misma banda sonora: el metálico goteo de los linotipos, rítmico, con algo de campanitas, que avanzada la tarde empezaba a escurrirse por las ventanas del segundo piso del diario Granma y daba la bienvenida al recién llegado, aun antes de poner un pie en el vestíbulo.

Tuve el honor, el privilegio, de compartir por escaso tiempo con los hombres que trabajaban en ese taller y a quienes la llegada de las nuevas tecnologías destinó luego a otras funciones.

Con la timidez de recién graduada, cuando me enviaban a buscar una prueba de galera o de página a ese segundo piso, me adentraba en aquella inmensa nave con el sobrecogimiento de quien penetra en un quirófano, en una zona prohibida.

La iluminación allí era menos intensa, las distancias parecían multiplicarse, y el sonido que se percibía ventanas afuera, era entonces más intenso. Inspiraba temor hablar en voz muy alta, como si fuera una a interrumpir el ensayo de alguna importante sinfonía, indescifrable por demás, porque las primeras veces no comprendía nada de lo que allí se hacía.

Solo me indicaban una y otra vez: cuidado, no te acerques a la máquina por esa parte; aléjate, eso está caliente. Hablaban del plomo borboteando a más de 300 grados en el crisol, de las letras y palabras que iban cayendo otra vez recién paridas, esta vez por el diestro accionar de las manos del tipógrafo.

Eran 90 teclas, con 30 signos y números, 30 mayúsculas y 30 minúsculas, dispuestas con un orden diferente al que tienen hoy los teclados de las PC y sobre las que volaban los dedos de los linotipistas, más que mirando, intuyendo dónde andaba cada una.

La máquina multiplicaba muchas veces la rapidez con que décadas atrás los tipos (letras, símbolos, etc.) se componían absolutamente a mano. Y aquellos tipos siempre eran nuevos porque una vez usados en la impresión se volvían a fundir.

Allí el tiempo también parecía ser otro. Los rostros eran adustos; amables pero serios, concentrados en lo que hacían. Tras los delantales se atisbaban camisetas blanquísimas hechas de algodón. Ni risas, ni chistes; existían una cortesía y caballerosidad tan naturales que parecía estarse en un siglo ya pasado.

Con cuanta responsabilidad y esmero asumían su oficio aquellos trabajadores, quienes, a pesar de trabajar con las manos -¿obreros manuales?- eran por lo regular un dechado de cultura y podían corregirle la puntuación y la ortografía al más pinto de la paloma.

Pero siempre desde una humildad y una sencillez que inspiraban aun más respeto.

Gabriel García Márquez igual hablaba de ellos con reverencia en su autobiografía Vivir para contarla: “tipógrafos cultos por tradición familiar, gramáticos dramáticos y grandes bebedores de sábados. Me hice a su gremio”.

No sé si aquellos bebían los sábados, pero sí que eran buenos gramáticos y también formados casi todos en la tradición familiar, como lo fueron en Cuba los azucareros o los ferroviarios. Más de una buena pluma del periodismo cubano tuvo su origen en los talleres de linotipo.

En la azotea de un medio de prensa me topé hace años con un cementerio de linotipos abandonados. Venciendo sobre la herrumbre y el polvo les asomaba esa gallardía sobria y sin rimbombancias que acompaña a las grandezas genuinas.

Abogué por crearles un museo, investigué, pregunté... pero su final anunciado sería entregarlas como chatarra. Qué terminar tan doloroso, ¿humillante?, para aquellas majestuosas máquinas en las que manos diestras teclearon tantos textos, muchos de ellos trascendentales.

Pero ya nadie en el mundo construye linotipos. Ottmar Mergenthaler inventó el primero hace 132 años. En estos tiempos de Internet y smartphones, de prensa digital y twitter, no queda ya ni un lejano murmullo del tintinear de las palabras fundidas en plomo hirviente.

Añadir nuevo comentario

CAPTCHA
Esta pregunta es para comprobar si usted es un visitante humano y prevenir envíos de spam automatizado.
CAPTCHA de imagen
Introduzca los caracteres mostrados en la imagen.