ARCHIVOS PARLANCHINES: El ropavejero

ARCHIVOS PARLANCHINES: El ropavejero
Fecha de publicación: 
9 Febrero 2018
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Mi abuela Georgina, una pretenciosa dama esposa de un chofer de alquiler, siempre me hacía bromas horribles sobre un negro joven que era dueño de un changarro en el capitalino mercado de Cuatro Caminos, no lejos de una dependencia de Salubridad donde ella era secretaria. Nunca supe si le molestaba que el ilota vendiera sus mercancías a peseta o si, en verdad, se ponía fóbica ante la poca calidad de estas. Sin embargo un día su hermana Beatriz, otra cincuentona con aires principescos, le juró haberla visto parada ante el curioso negocio y nunca más habló una palabra sobre el asunto.

De hecho, la oferta de estos raros mercaderes, surgidos en los umbrales del siglo anterior, es muy plural. Venden, además de zapatos maltrechos y trajinados, pantalones raídos o con cicatrices que denuncian a un mal cirujano de la aguja; chalecos de colores indefinibles; camisetas acariciadas por el sudor; atavíos de seda que de «sedosos» no tienen un comino, blusas modernas llenas de agujeritos y coquetos escotes y hasta bloomers, sutiles, tenues, muchos de ellos con rasgaduras casi pornográficas.
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Paradójicamente, al ropavejero no le faltan clientes poco escrupulosos que se deslumbran ante tan estrafalaria profusión de colores y olores; anacronismos y singulares «fetiches». L. González del Campo en su crónica «El comerciante», dada a conocer en la Bohemia de junio de 1931, nos regala una simpática descripción sobre estos basares de pacotilla:

«En el lugar confluyen las ilusiones de los ansiosos de trocar sus harapos por las prendas sugestivas de la tienda ambulante. Los que quieren nuevos zapatos de punteras desgastadas, faltos de cordones y de guatacas; pero más vistosos de los que lucen ellos; y los que quieren colmar sus sueños morbosos de sensualidad ante las telas maltrechas que aún conservan el olor de la carne femenina (…). Alrededor del grotesco sitio hay anhelos, ideales y esperanzas. Igual sueña la chica rica del Vedado frente a las vidrieras de El Encanto que la moza de servicio junto a la extraña muestra de este “comerciante”. Iguales afanes y heredadas preocupaciones alimentan a ambas (…)».

Los vendedores consiguen sus productos de varias maneras: unas veces «bucean» en las casas que se desalquilan para atrapar las chanclas lanzadas a la basura —existe la creencia de que cargar con zapatos ancianos trae desgracia—; otras, negocian con familias de bien la compra de prendas venidas a menos, y en ocasiones, gestionan la adquisición de la indumentaria de algún difunto, siempre y cuando el nuevo huésped del camposanto no haya muerto por una enfermedad infecciosa. También puede suceder que, si el puestecito está «seco», el garrotero de la casa de empeño les entregue vestimentas y calzados en comisión.

Al oficio no le faltan actos de acrobacia: con frecuencia los minoristas tienen que huir a la carrera perseguidos por funcionarios municipales y policías deseosos de cobrarles «el derecho de suelo» para poder presentarse en las ferias; enfrentan la dura competencia que se hacen ellos mismos cuando coinciden en algún mercado; y son víctimas de ciertos bergantes que compran y luego piden una devolución a fin de «meter una pieza mala» o revuelven toda la mercancía, discuten la calidad, y después de una hora pretenden vivir del fiado.

Aunque los ropavejeros no se toman el trabajo de lavar los atuendos para evitar un mayor deterioro, tienen un gran éxito entre los guajiros, casi siempre apurados, los cuales llegan a sus locales y se gastan las pesetas sin andar mirando mucho. Lo mismo sucede con las trabajadoras de mostrador, empleadas menesterosas, obreritas o domésticas, quienes, desafiando a los «chotas» y merodeadores, se llevan el vestido de noche o la blusa informal para seguir «en la lucha».

Las claves de esta singular ocupación son definidas con genialidad por un locuaz trapero que L. González del Campo entrevistó cuando estaba en plena faena: «Ent'é en e'to debido a la necesidá, viejo, hay que bu'cá los frijoles. Y como a mí siempre me ha gusta'o el comercio, me puse a ver cuál era la rama menos e'plotá y me decidí por e'ta. Lástima, ya se e'tá echando a pe'dé… ya ahorita no si've…».

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