CRÍTICA DE CINE: Cumbre escarlata

Un fantasma se le acerca. Se puede respirar su miedo. La aparición no viene en vano; trae una advertencia: cuando el momento llegue, aléjate de Cumbre Escarlata.

Una década después, el personaje que encarna Mia Wasikowska se casa con un joven galante (Tom Hiddleston), que la lleva a vivir a su castillo ubicado en un sitio conocido con el nombre de… ya saben: Cumbre Escarlata.

Ahí él vive con una hermana interpretada a la perfección —¿cuándo no?— por la actriz Jessica Chastain. Lo que sigue a continuación es una orgía de texturas, colores, fotografía y excesos de toda índole.

Desde el primer momento, Guillermo del Toro deja ver que este, como muchos de sus filmes, estará guiado por una imaginación excelsa. La cinta juega a explorar el límite que divide la realidad de la ficción.

Cumbre Escarlata rompe de vez en vez su flujo narrativo, para ofrecer un estallido de sensualidad… pero solo para retornar más tarde a una atmósfera turbia y punzante.

Se puede en esta cinta palpar la calidad del cine de autor de Del Toro, que manipula a su antojo una historia que se contonea para complacer su gusto y deleitar a los espectadores.

Desde el punto de vista visual, Cumbre Escarlata (2015) es impecable. Situada en un principio en la Norteamérica de finales del siglo XIX, y luego en una Inglaterra de tópicos manoseados, está repleta de aciertos y tiene, a menudo, un coqueteo muy acertado —y peculiar— con lo erótico.

Aunque algo de concesiones hace Guillermo del Toro —alguna que otra vez se sale de lo iconoclasta para hacer las paces con el éxito—, sigue, sin embargo, siendo el mismo director de El espinazo del diablo (2001) y El laberinto del fauno (2006).

Del Toro continúa imprimiéndole —característica que ya puede reconocérsele a su cine— una estética y una ambientación particular a los ambientes tétricos y agobiantes, así como a situaciones mágicas. Otro detalle a favor de Cumbre Escarlata son los actores, que resultan en esta cinta un andamiaje perfecto.