CRÓNICA: Las parrandas de Remedios, la pérdida de la inocencia

CRÓNICA: Las parrandas de Remedios, la pérdida de la inocencia
Fecha de publicación: 
21 Diciembre 2017
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Y con esto se cierra el gran juego anual de las parrandas remedianas, capítulo de lo real maravilloso de nuestro folclore, en que todos los aspectos del teatro han herido la sensibilidad y el ojo del espectador participante durante más de veinticuatro horas (…).
Ramiro Guerra

Madrugada de diciembre del año 1826, suenan unas rejas alrededor de la Ermita de San Salvador situada al extremo norte de la villa de San Juan de los Remedios. El ruido es atonal, carece de discurso o coherencia, su origen mismo y su móvil es generar la intranquilidad, el aturdimiento de los sentidos. Se establece un horror cuando las rejas se mueven de sitio y pasan por encima de los lodazales del invierno, porque el repique no sabe hacia dónde va, pareciera la premonición infernal de un advenimiento absoluto. Un cura dirige la ceremonia, vestido de los harapos de la época, apenas armado de un crucifijo que impone como violación domiciliara. Fray Francisco Vigil de Quiñones lleva a los primitivos parrandistas hasta la última morada del extremo barrio del Carmen, en el sur de Remedios, donde se producen las primeras reyertas, protestas de este o aquel señor de sociedad que ya maldice a la reja temible.

 
Uno: La parranda ha muerto

La reja dejó de sonar demasiado pronto, se tornó discurso, se compuso un himno para cada barrio, dos polkas aristocráticas, de esas que nacieron en la vieja Praga. La de San Salvador versa así: “Ahí viene Perico Morales con su cornetín, todos los del Carmen tienen que morir”. El susodicho músico era un acérrimo partidario del bando del gallo, símbolo cubano de guapería y machismo, se lanzaba sonando su corneta encima de las hordas del Carmen, barrio que remedó su himno, pero no le puso letra, que creó una bandera carmelita, pero no dibujó signo alguno sobre la tela hasta 1902, año en que incorporó el triángulo rojo de la enseña cubana. Desde el silencio de las rejas, la parranda comenzó a morir, dejó de ser ingenua.

 
Aquel aparataje abandonó los rincones de la villa y se instaló en medio de la plaza Isabel II, creció hasta transformarse en un fenómeno de masas. El espíritu navideño del padre Quiñones dio paso a la mercancía, cuya venta abarrotó las calles aledañas al espectáculo. Sansarices y carmelitas fundaron una tradición que, al deberle al capital su existencia, llevaba en sí la muerte del espíritu originario, el de la reja horrorosa. Los asiáticos propietarios del comercio “La Joven China”, atestiguaron, en una crónica de la década del 40 escrita por el periodista Emilio Roig de Leuschering, que el dinero no les cabía en las cajas durante los días 23, 24 y 25 de diciembre. Era la imposición de la economía política, del sesgo de la villanía, del «sacarle jugo a la cosa» tan propio del pícaro cubano, esa figura que, según Carpentier, en España era un buscón y en América podía escalar hasta las más altas esferas mintiendo y robando (incluso devenir en dictador). Si las rejas las sonaban niños pobres y hambrientos a cambio de pan con mantequilla y chocolate caliente, si el ruido era para despertar a los espíritus apolillados y que asistieran a misa, las parrandas posteriores estarían en manos de dos grandes aristocracias: la Tertulia, lugar de criollos burgueses, el Casino Español, nido de integristas y peninsulares.

 
Ideología y economía política, vida de buscones y escala aristocrática; bajo estos signos nacería la muerte de la parranda.

 
Dos: Una prostituta que supo venderse bien

Carmen Salvador perdió su nombre al entrar en Remedios, se dio cuenta de lo inútil que resultaba tomar partido por uno u otro bando, si la ganancia de su prostíbulo podía aunar los dineros de sansarices y carmelitas. Su negocio, como no podía publicitarse en la plaza, como no podía gritarse en medio de un repique de tambores ni formar parte de las polkas, adquirió el renombre de la licencia extrema: la casa de Carmen Salvador era lugar de paz y gozo para aquellos contrarios, que dejaban allí sus dineros durante tiempo de parrandas. Aquella chica pasó a llamarse como las dos identidades que se repartieron las zonas de influencia, ella era el terreno neutro donde también tenía lugar el librecambismo (del sexo en este caso).

Obvio que esa prostituta supo venderse bien en medio de aquella sociedad polarizada por dos bandos que eran dos agencias de comercio. «El Sr. Sandalio financió esta entrada de faroles del barrio del Carmen, pasen luego por su bodega a beber el vino de la victoria». No en balde, quienes llevaron las fiestas a esa dimensión mayor (Ramón Celorio del Peso por San Salvador y Cristóbal Gilí Mateu por el Carmen), eran dueños de establecimientos comerciales.

Vender bien tu producto era colocarlo en el centro de las parrandas, de paso se financiaban las fiestas, que ya eran importadas por otras ciudades. La villa de Caibarién, a 8 kilómetros de distancia de Remedios, vio lo rentable de la empresa y calcó el diseño original, usó durante muchos años las mismas polkas, se apropió del gallo sansarí, colocó su fecha de festividad el  día 24 de diciembre para que los clientes abandonasen las calles y las tienduchas remedianas y fueran a solazarse en las amplias vidrieras de la villa puerto de mar. Las mejores contiendas electorales no eran las de grandes argumentos, sino las de inmensos tambores, chorros de ron, voladores incendiarios y los símbolos de los barrios: gallo y gavilán. A la altura del año 1899, durante la primera ocupación norteamericana, San Salvador hizo un trabajo de plaza llamado Viva Cuba Libre. Años atrás, el mismo barrio se había congraciado con los peninsulares en la hechura de un obelisco coronado con banderas de España.

 
Sin la inocencia de antaño, la parranda, ya casi muerta, daba estertores históricos según soplaran los vientos, quizás era el comienzo de los bandazos de una fiesta que dejaba de ser de todos para ser del capital (la mercancía, como sabemos, no tiene real esencia).

 
La prostituta que se supo venderse supo esto mejor que nadie.

 
Tres: La Era de los Gigantes

El año 1959 declara el inicio de las subvenciones estatales, en la noche del 24 de diciembre de dicho año, se estrenaron dos inmensos trabajos de plaza, llenos de luz, color y movimiento. De pronto parecía que, en medio del gigantismo inaugurado, las fiestas recobrarían la esencia de las rejas. Nadie estaba por encima de nadie, el sueño del artista era una verdad realizable. Los dineros no corrían a los bolsillos, ni las entradas de faroles servían a la promoción de negocios, sino que era la apoteosis de la creación y el desenfreno del tamaño. En el año 1970, las carrozas tomaron la actual dimensión, sus temas se trataban con rigor histórico, eran un elemento que funcionaba casi como la «universidad popular» donde las personas aprendían sobre el tiempo de Temerlán, o acerca del Imperio Persa. La forma en el trabajo de plaza y el contenido en la carroza, marcarán el ritmo del desarrollo de unas fiestas que debían al hecho gestante y marxista el rescate de su reja perdida.

 
¿Y quién dirigía aquel gigantismo? Pues líderes populares, personas normales, barberos, artesanos, que en su tiempo libre tomaban la parranda como razón de vida. Nadie pensó en el puesto de directivo como algo que pudiera poseer para ganancia propia, sino que el patriotismo desbordaba dedicación, pesadillas, pérdidas de sueño, trabajo interminable en las naves de San Salvador o El Carmen. La reja sonaba y duro, los contrarios se enfrentaban por el pueril empeño de ser unos niños adultos. Una gran escuela de artistas populares creció en medio de los talleres de parrandistas, personas que luego integrarían las filas de los creadores, de los soñadores. De esta época es la apoteosis del intermitente eléctrico en los trabajos de plaza, evolución que tuvo su cúspide en el año 1994 con un tema tan complejo como el libro de Génesis. La forma había tomado mil y un vericuetos en las manos de artesanos que llevaban sobrenombres, no ya como Carmen Salvador, sino ingenuos: Tony la Mosca, por ejemplo, fue uno de los más innovadores en el trabajo de plaza y se recuerda aún por su apodo, sus formas extrañas de diseños, su mala suerte (los trabajos solían fallarle) y ya, simplemente era parrandero.

 
Cuatro y final: La fiesta de los tiburones

Madrugada del 24 de diciembre del año 2015, en la Iglesia Parroquial Mayor, el último monje franciscano de Remedios predicó el sermón de la Misa de Gallo bajo el ruido de miles de voladores. «Hasta que las fiestas no vuelvan a ser como cuando Fray Quiñones, persistirá su crisis». Las palabras caían sobre una muchedumbre de católicos y alcoholizados visitantes de miles de pueblos cubanos y del mundo. Afuera, la parranda había muerto. La carroza del Carmen no saldría, estaba tirada en trozos en un lado de la plaza, el trabajo del mismo barrio no se terminó ni llegó a encender. San Salvador sacó horas después su carroza alumbrada con antorchas, pues no funcionaba. Un solo barrio lanzaría voladores sin ton ni son, sin que el ritmo original de las fiestas marcara el reloj de una tradición, en un año que además conmemoraba el aniversario 500 de la fundación de la villa. No importó que en 2014 la Comisión Nacional subrayara a las fiestas, dándoles el calificativo de «Patrimonio Cultural de la Nación», no interesó el cúmulo de observaciones hechas por los comisionados, quienes mostraban su interés por llevar las fiestas ante la UNESCO, organización de las Naciones Unidas que tiene la poder de declarar a un fenómeno como Patrimonio de la Humanidad.

¿Qué había pasado desde el 1994, año de la apoteosis de la forma con el trabajo de plaza Génesis? El Estado y su período especial no pudieron sufragar las costosas moles parranderas, que a partir de entonces quedaron en manos de otros que vieron en las parrandas el negocio, la picardía, la bufonesca forma de ser. De un plumazo se borraron las elecciones democráticas de directivas de barrios y se formularon lobbies que impulsaban a este o aquel, pues era el que repartiría la mejor parte. En pocos años sucedió el desastre, la fiesta de los tiburones sustituyó al sueño del artista, se escogían no los mejores trabajos de plaza, no las carrozas más atrevidas, sino la fórmula más simple (la que permita cumplir). Lo que antes era el rejuego de tres elementos dialogantes, se diluyó en el humo del fuego, verdadera fuente de lucro ya que resulta imposible de controlar y cuantificar.

 
La lucha por hacer muy poco o nada y llevarse la tajada del león, llevó al Carmen a claudicar en su área de la carroza, mientras San Salvador hacía lo mismo en el trabajo de plaza. Los sansarices, para colmo de males, abolieron el concurso de proyectos y se casaron con un solo diseñador, quien, amén de aciertos, impuso un discurso que excluyó la diversidad del otro y simplificó estructural y temáticamente el área de la carroza. La expresión más clara serían esas estructuras rodantes, compuestas de una escalera y un respaldo de luces, donde se colocaban los figurantes con los vestuarios temáticos. Variaban los personajes (un año eran chinos, otro franceses), pero la carroza era la misma. El cántico del cisne era el silencio de la reja parrandera, los repiques espontáneos, gratuitos, que amenizaban los domingos aledaños a diciembre, dejaron de existir y las polkas o no se tocaban o se tocaban mal durante el día de las fiestas (incluso el dinero magro de los músicos ha sido robado descaradamente).

 
Epílogo: La intervención del Estado

Diciembre del 2017, las luchas entre facciosos del barrio San Salvador ameritó la intervención de las autoridades políticas y culturales. Luego de que la directiva en el poder se fraccionara y una parte saboteara la gestión de la otra, el barrio se vio sin jefes y sin nave de trabajo por los efectos del inmenso huracán Irma, que golpeó a Remedios siendo un categoría 4. Tres o cuatro arriesgados quisieron aún ser sansarices y asumir la dirección del barrio.

 
La directiva del barrio de El Carmen, facciosa, llevó a cabo una maniobra que sabotearía las parrandas. En cada pirotécnica de Cuba existe la orden expresa de no venderle voladores a los bisoños sansarices. El acto pudiera encerrar una apariencia «patriota» de parte de los guerreros carmelitas, pero lo cierto es que busca retrotraer al desastre a la directiva sansarí. Esta insensatez se comete en el año en que las fiestas serán llevadas de forma definitiva ante la UNESCO, para ser declaradas Patrimonio de la Humanidad.

 
En tanto, en el pueblo desengañado, crece la sensación de que las parrandas ya no le pertenecen, de que son un escamoteo.

La fracción en San Salvador y la posición de la vieja directiva carmelita, en un contexto de crisis de la creatividad de las fiestas, han llevado al actor popular a la enajenación de las mismas. El artista, motor y pieza esencial, resulta un estorbo. Roaidi Cartaya Carvajal, experimentado diseñador de carrozas y graduado en Artes Plásticas por el ISA, fue expulsado por segundo año consecutivo de la nave de trabajo del barrio del Carmen, todo por voluntad expresa y absoluta del presidente de dicho barrio, que ni ostenta una acreditación como artista de la academia, ni exhibe una obra artesanal articulada.

 
El silencio de las rejas es el silencio de la prensa, del pueblo y el país ante la muerte de las fiestas populares de mayor trascendencia y belleza de la cultura cubana. Ojalá y los riesgos del decir no traigan los truenos del mal decir. Quiera la fortuna que el trabajo de plaza vuelva a la apoteosis de la forma y la carroza al lujoso contenido.

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