El caso de la billetera perdida y encontrada

El caso de la billetera perdida y encontrada
Fecha de publicación: 
20 Diciembre 2017
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Nunca me había encontrado nada valioso, pero este diciembre me encontré una billetera.

Estaba ahí, a la orilla de la acera, gordita y abierta, de una piel reluciente, de esas sintéticas que imitan la de cocodrilo.

No había nadie caminando delante, así que la dueña debía haberla perdido, cuando menos, unos cinco o diez minutos antes. Porque no creo que dure más una billetera así tirada.

Contenía algo más de cien pesos cubanos, dos tarjetas de pago, dos carnets de identidad, de madre e hija, y muchos, muchísimos papeles médicos, incluyendo recetas para espejuelos.

Quien haya pasado por el trámite de obtener una receta para espejuelos sabe de cuántos turnos, esperas y viajes hay detrás de esos numeritos que ayudarán a una mejor visión.

Solo por esa receta ya valía la pena tratar de encontrar a la dueña; por no hablar ya del dinerito, que siempre hace falta, más en diciembre; sin olvidar los otros trámites que también le llevaría a la señora hacerse de un nuevo documento de identidad y de las tarjetas magnéticas.

Sintiéndome protagonista de un CSI, sin Greeson, me di a tratar de hallar un modo de localizar a la dueña, que a esas alturas debía andar desesperada.

Intenté encontrar su número en el directorio telefónico de ETECSA, pero fue por gusto. Ni móvil ni fijo. Traté de contactar a algunos de sus vecinos por la dirección del carnet de identidad, pero como era de Alamar, no tenía calle que anotar en el buscador del directorio.

Era nacida en Camagüey, así que busqué en el directorio de esa provincia los nombres de sus padres, recogidos en el documento de identidad, donde se leía que la dueña de la billetera tenía 56 años. Tampoco tuve éxito.

Luego de revisar papeles, papelitos, recorticos, recetas, servilletas dobladas —las carteras de las cubanas, ya sean bolsos, monederos o de cualquier tamaño y uso, son un fenómeno a estudiar— en busca de un teléfono, encontré una tirita de papel donde habían anotado tres números junto a nombres, incluido el de un centro de trabajo.

La primera llamada resultó infructuosa: la voz de una mujer, del otro lado de la línea, me dijo que no sabía de quién le hablaba, pero que llamara a su mamá, quien vendía cakes, y a lo mejor la señora que yo buscaba era su cliente. Precisamente el otro número anotado era el de la dulcera, y el tercero, el del trabajo de la mujer a la que había llamado a su móvil.

Me dijo que esperara, que ella llamaría a la madre para que fuera ella, con un teléfono de 120 minutos, quien contactara conmigo.

No quedaba más remedio que esperar porque las pistas se habían terminado. Si la hacedora de dulces no me llamaba, me sería imposible llegar a la dueña de la billetera.

Aunque su dirección la ubicaba en Alamar, era casi obvio que no radicaba allí porque todos sus papeles aparecían emitidos en otro municipio, incluidos muchos y recientes comprobantes de operaciones en un mismo cajero automático bien distante de Alamar. Así que no tenía sentido lanzarse hasta allá.

Cuando mis esperanzas iban ya cuesta abajo, timbró el teléfono y del otro lado de la línea me habló la dulcera. Ella sí se acordaba de la señora en cuestión, a quien le describí a partir de la foto del carnet.

La vendedora de cakes y su hija la habían conocido en Coppelia. Y mientras compartían mesa y ensaladas de helado, simpatizaron y le dieron sus teléfonos. Pero… la dueña de la billetera no les había dado el suyo.

Únicamente recordaba que se trataba de una persona amable acompañada por su hija, también muy simpática. Particularmente conservaba en la memoria a esta última porque, además, la muchacha tenía una discapacidad mental y había sido ella quien había iniciado el intercambio en la heladería.

¡Di tú, y no es de pollo! Acababa de cerrarse el último camino y se abría aún más la puerta a mi urgencia por localizar a la señora.

Recién terminada la conversación, llamaron a mi puerta. Eran dos técnicos de ETECSA que venían a arreglar mi extensión telefónica, reportada a la empresa.

Mientras se concentraban en la reparación, conté a mi hijo, quien había llegado unos minutos después de los técnicos, sobre el asunto de la billetera, intentando que él se sumara a la búsqueda por otros caminos vinculados a las nuevas tecnologías.

Yo pensé que los telefónicos no estaban atendiendo a mi explicación, pero uno de ellos me interrumpió a mitad de frase: «Yo creo que conozco a esa muchacha, a la hija de la dueña de la cartera».

Le mostré la foto, solo la foto del carnet y, sin dudarlo, me dijo el nombre: «Esa misma es, vive a dos cuadras de mi casa. A ella todo el mundo la conoce por allí, porque es muy sociable. En cuanto yo termine de trabajar, me llego por su casa».

De todas formas, quedaba por ver si el joven trabajador iría a casa de la muchacha y si, en realidad, aunque ya eran varias las casualidades y coincidencias, se trataba de la misma persona.

No habían pasado dos horas cuando volvió a sonar el teléfono. Era el técnico de ETECSA llamando desde donde residía la joven. Me la puso al teléfono y le pregunté el nombre de su mamá, el cual yo no había mencionado a nadie.

De carretilla me soltó los dos nombres y los dos apellidos. Ya no quedaban dudas, había dado con la dueña de la billetera.

Al amanecer del siguiente día, porque ya era casi de noche cuando contactamos, estaba la señora llamando a mi puerta.

Sin yo pedírselo, porque bastaba con verla y ver la foto de su carnet, me refirió con pelos y señales todo el contenido de la cartera. Describió lo que contenía cada división, cada papelito. No hacía ninguna falta.

Cuando llegó el turno de la receta para los espejuelos, los ojos se le humedecieron al contar que era una receta para su niña —de 28 años—, y todas las carreras que había tenido que dar para obtenerla.

Lo mejor de todo fue la sorpresa, la casi incredulidad de aquella señora, quien, aun con la billetera ya de vuelta entre sus manos, todavía no podía creer que hubiera regresado a ella.

Me contó que la había dado por perdida; que había ido a comprarle una botella de aceite a su madre y al ir a pagar, constató que no la tenía bajo el brazo.

Habló de la desesperación que sintió, sobre todo por los papeles médicos, y de cómo había llamado de inmediato para cancelar las tarjetas, y hasta había parado un patrullero para reportar la pérdida.

Después de saber cuántos hilos se entretejieron para que ella recuperara sus cosas, y de las casualidades de que en el momento justo llegaran los técnicos, llegara mi hijo, que yo le hiciera el cuento, que uno de los técnicos pusiera atención a mi relato y que, además, conociera a su hija y fueran casi vecinos, la señora se quedó callada, mirándome, mirando su billetera.

Con los ojos de nuevo humedecidos balbuceó: «A la verdad que queda gente buena en este mundo, y de verdad que es chiquito, dígalo usted».

Nada dije, solo le brindé un pañuelo. Era pequeño como a veces suele resultar el mundo, como habían sido sus esperanzas de recuperar lo perdido.

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