ARCHIVOS PARLANCHINES: Emperador del mundo

ARCHIVOS PARLANCHINES: Emperador del mundo
Fecha de publicación: 
27 Octubre 2017
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La Habana de 1952 tiene un gran estadista en sus calles. Se trata de don Antonio Álvarez, Valeriano I, Su Majestad, Emperador del mundo, un negro viejo y andrajoso, vestido a la usanza militar, con el pecho lleno de medallas y un proyecto rimbombante de rescate de la ciudadanía dándole vueltas en su cabeza.
 

Cliente habitual de la Acera del Louvre, el Teatro Martí, la calle San Rafael y los alrededores del Parque de la Fraternidad, don Antonio, radicado en una vieja casita de la calle San Miguel, se da el lujo de vivir en un planeta distinto, fabulario, donde no falta ese romanticismo quijotesco que atrae y saca del tedio a muchos. A pesar de esto, su aire marcial y severidad espartana causan poco respeto en los transeúntes y, lamentablemente, provocan también las bromas pesadas de la chiquillada, siempre al acecho de los espectros de la calle.
 

Según Ángel Miolán, de Bohemia, quien se atreve a entrevistarlo en 1952, este descendiente de africano nace en la ciudad oriental de Manzanillo, en 1881, y cuando aún era un mocetón, toma parte en la Guerra de 1895, bajo las órdenes del mayor general Mario García Menocal, de triste recordación como posterior presidente de la nación. Aunque, al finalizar la contienda bélica, se niega a aceptar el estatus de veterano pensionista, ya que «no fui a defender mi patria por interés, sino por patriotismo». Más tarde, sin un empleo fijo y con poco que hacer con su vida, se marcha en los años treinta a Etiopía, donde combate contra las tropas fascistas italianas de Benito Mussolini.
 

Hasta aquí la hoja de servicios de don Antonio no muestra ningún detalle extraordinario que justifique sus singulares colgaderas. Ello, sin embargo, no desanima a Miolán, y mucho menos a su fotógrafo Amador Vales, quienes, al tratar de impedir el naufragio de la interviú, asisten a un espectáculo único. De repente, el anciano sale de su aburrido letargo, lanza un colosal alarido y realiza un saludo militar:
 

«Salí vencedor frente al Duce Mussolini y por este motivo me llamaron del Gabinete de la Guerra. Acto seguido, me convocaron a una Comisión Tecnológica de la Liga de las Naciones para que me examinara rigurosamente a ver si tenía la capacidad intelectual para administrar la beligerancia mundial. Salí triunfante ante los sabios (…) confiriéndome los lauros habidos y por haber (...)».
 

A partir de ese momento, el septuagenario comienza a enumerar sus cargos, da fe una por una de sus insignias, empezando por el retrato que le obsequiara una bella faquiresa lista para su ayuno, y anuncia, ante la incredulidad de todos, que tomará el control del Parlamento Federal Mundial el 10 de octubre de ese mismo año durante una ceremonia a efectuarse en el habanero Campamento Militar de Columbia (su atractivo uniforme y las botas charoladas están, según él, en exhibición en una de las vitrinas del Hotel Nacional).
 

«Con respecto a las medidas que contiene mi Plan para la Salvación, son estas: en primer término, abrir nuevos empleos, con grandes sueldos (...). En segundo lugar, eliminar la mayor parte de los vicios que corrompen la masa encefálica de la humanidad. ¡Hay que meter en el hormiguero a los hijos de la mala madre! En cuanto a Cuba, le puedo contestar de una manera categórica que la salvación de este país estriba en que haya un gobierno neutral, sin apasionamientos, que sepa guiar a la nación sin sables ni caballos que relinchan hasta de noche».
 

Sorprendido ante tal sinrazón, el reportero se atreve, cautelosamente, a ponerle peros a lo dicho por don Antonio, sin lograr el menor efecto. Este no abandona su ego de ángel redentor, ni en el respiro del cafecito: «Como seres humanos, tenemos el deber de convivir como tales, no como perros y gatos. Esto es, carajo, con decencia y buena educación cristiana. No comamos más catibía». 

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