DE LA TELEVISIÓN: Comer es vivir
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El público cubano no es virgen en materia de dramas asiáticos: desde los clásicos filmes de samurái, salpicados de sangre y violencia, hasta los más recientes doramas (amenos, pero empalagosos), o el cine indio (tan exuberante como la industria que lo produce y que lanza ¡1600! filmes al año). Incluso las novelas turcas, el último grito de la moda en Latinoamérica y más allá.
Muchos recuerdan Oshín e Inochi, marcadas por el tesón, la ética y la tradición, todos valores gratos a la Televisión Cubana, que se debate entre su cometido social y la insoslayable distracción de las masas.
Comer… no es la excepción. Con dosis generosas de un melodrama comedido, pero químicamente puro, sin excesos de acción o demasiados careos (solo algo, en sus finales), contados personajes y elipsis narrativas que en dramatizados occidentales no se verían elegantes, la serie se acomoda al paladar con la suavidad de cualquiera de esos platos que presenta. Insípidos, pero sanos.
Como las otras, tiene sabor a saga y peca de subrayados ideológicos muy claros, al punto de lucir propagandísticos y barnizados por la laca de lo ideal y lo idílico.
El horario de emisión original nos explica mucho. Desde el tono «blanco» que menté en un comentario previo, la mesura obligatoria, hasta las recetas culinarias… abundantes, como en un programa de cocina.
Gochisōsan es una renzoku terebi shosetsu (literalmente, telenovela seriada), también conocida como asadora (drama matutino), que, desde 1961, la NHK programa en sus mañanas de 8:00 a 8:15, con repeticiones de 12:45 a 13:00.
Centradas en heroínas que enfrentan retos y se afanan para alcanzar sus sueños por medio del trabajo arduo son, a ojos vista, retrato idealizado del pasado y precepto idealista para el presente, que debe apostar por estilos que, mientras más se recalcan, más ajenos lucen (al menos, desde la distancia).
NHK produce para un público adulto mayor, mientras Fuji TV, NTV, TBS tienen una oferta más variada y realista. Sin embargo, la intención moralizante del gigante mediático es evidente. Idiosincrasia y encargo político se mezclan en estas obras, que reflejan un estado rígido en esencia, pero suave en proyección.
Todo lo que la NHK quiere que el público piense, se lo pone, afirmó un comentarista sobre la Televisión nipona. Y aquí es patente la necesidad de conservar a ultranza esa vida que la vida misma mató, y de jugar con un imaginario que, sin dudas, percibe el ayer con colores más alegres.
Las contradicciones de la sociedad afloran de modo epidérmico, sin nada que escandalice. ¿Quién quiere sobresaltos a las ocho de la mañana?
Mientras Occidente se roba la atención de un público cada vez más atomizado, por medio del escándalo y la polémica (la misma clave de la literatura europea desde finales del siglo XVIII), los asiáticos siguen fieles a dos valores: costumbre y familia. Y eso, absurdo o no, es lo que más atrae a parte de este auditorio.
Gochisōsan (apócope informal de gochisōsama, fórmula para agradecer al anfitrión por la comida) salió al aire el 30 de septiembre de 2013 y terminó el 29 de marzo de 2014, de lunes a sábado. Con guion de Yoshiko Morishita.
Los padres de Meiko Uno (Anne Watanabe) tienen un restaurante de estilo occidental en Tokio. El amor toca a sus puertas y tiene que mudarse con el marido a Osaka, con todos los contrastes culturales entre la capital y la segunda ciudad japonesa. También las dificultades de la vida en familia y sociedad.
Como Oshín o Inochi, Meiko transita por varias etapas (aquí las eras Taisho y Shōwa). La última es la más cruda en el plano material, pero Meiko ya pasó por buenos trances emotivos. El amor es la más dura batalla. ¿Quién lo duda?
Justo en la postguerra vemos claves de ese espíritu japonés que levantó de las cenizas a un país hecho añicos: Meiko compra un kan de papas (3,75 kg) a diez yenes, y vende 15 umaimon (papas sofritas) por la mitad de precio (ejemplo para los cuentapropistas que quieren sacarle el doble o el triple a su inversión).
Omnipresente y abrumadora, la etiqueta contrasta con la informalidad criolla, hoy más acentuada de la cuenta.
Cuando se ve en japonés, todo luce más orgánico. El sonido ambiente hace menos encartonados los contextos y con ello, los diálogos en su idioma original.
No importa que el doblaje esté bien. Le resta frescura, incluso cuando suaviza el tono de la actriz protagonista y la vuelve más simpática.
Aun así, los diálogos directos, con un mínimo de sutilezas y llenos de frases formales (que pueden sonarnos peor por no estar bien traducidas), parecen una marca de los dramas made in Asia.
Por momentos, los personajes se muestran demasiado comedidos, reprimen emociones, lo cual me suena más al deber ser, al buen tono, que a una cuestión de temperamento.
Es, de hecho, lo único que modera los instantes de recalcado dramatismo, otra clave de los audiovisuales del Oriente (cuya expresividad se concentra, casi siempre, en el rostro, pues el cuerpo permanece preso buena parte del tiempo).
También el uso de música juguetona y un toque discreto de humor.
Es evidente que los doramas y estas novelas japonesas son primos cercanos. De hecho, dorama es un término japonés que significa drama.
El énfasis en la comida (dicen que la Televisión japonesa se reduce a programas de comida o gente hablando sobre ella) es otro subrayado de la tradición, esta vez culinaria, cuya variedad se resalta a cada instante.
Comida y telenovela son dos viejas amigas, y si hay algo que le guste más a la mujer promedio que compartir recetas es verlas en pantalla. Tiros de cámara, casi publicitarios, de platos japoneses, le dan ese chance.
Al mismo tiempo, parece recalcarse no solo la importancia de la nutrición, sino del tener comida, cosa crucial en una nación que ha sentido su falta.
La fotografía es muy correcta, muy dentro del canon de la televisión. La producción impresiona. Salvo raros casos, todo es grabado en estudio, incluso las calles.
La escenografía, despejada y clara, como todo interior nipón. Es grata de ver, pero a veces confunde por su parecido.
Didáctica hasta rozar lo escolar, Comer… se aprovecha de carteles para presentarnos a los nuevos personajes, ahorrándose incómodas parrafadas de introducción de estilo occidental.
También se apoya en una narradora, que no oímos, pero consta en los créditos, a diferencia del equipo técnico y del ¡director! (¿qué dirían los de aquí, tan urgidos de reconocimiento?).
Y, sin embargo, es un relato sensible, familiar, lleno de vericuetos, a pesar de su estilo austero y formato demasiado reducido de 15 minutos.
Contrario a cualquier expectativa, te atrapa y te envuelve en su anécdota, y así crea el mayor valor de un dramatizado: temer por la suerte de sus héroes.
Cosa que no logra la cubana, «próxima» a la experiencia diaria e igualmente saturada de agudos dramas (al punto que un personaje diga: todo lo malo le pasa a esta familia). Casi en la mitad de su historia, no acaba de decir a qué vino.
La opción de «vernos en pantalla», después de vernos todo el día en las calles, no cuaja; menos con una «realidad» tan limitada.
Curiosidades
Como otras heroínas de asadora, Anne —su nombre artístico— debió ser escogida entre miles de candidatas. Al menos esa es la costumbre.
La NHK hace una audición y luego las transforma en voceras y partícipes de eventos tales como su Nochevieja: Kohaku Uta Gassen.
Anne Watanabe y su pareja en la novela, Masahiro Higashide (Yútaro), se casaron el 1º de enero de 2015.
En mayo del 2016, la actriz dio a luz un par de mellizas, y el 4 de abril de este año anunció un segundo embarazo.
Gochisōsan es la 89ª asadora. Fue producida por NHK Osaka, que realiza las producciones del segundo semestre, mientras NHK Tokyo, las del primero.
La 31ª, Oshín (83-84), fue la más vista, con ratings de 52,6% (picos de 62,9%).
La dirección fue de Takafumi Kimura, Tetsuya Watanabe y Yoshiharu Sasaki.
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