Cuba: Educar en la diversidad

Cuba: Educar en la diversidad
Fecha de publicación: 
29 Agosto 2017
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Ya están las familias arreglando uniformes, buscando mochilas y aprestándose de mil formas para estar listos cuando este 4 de septiembre comience el curso escolar.

Los educadores hacen sus reuniones provinciales, municipales y en sus escuelas, para igual alistarse de cara al nuevo calendario lectivo; mientras los nuevos materiales escolares van ocupando espacio en las aulas, aguardando la llegada de los estudiantes.

Se trata de una, sin dudas, hermosa preparación, que nos distingue de otros lugares del mundo, donde habrá quien no podrá asistir a la escuela por no tener zapatos o por tener que trabajar para ayudar en la manutención de su familia.

Pero qué bueno sería tener presente en esos preparativos que a la escuela asistirá no “el estudiantado”, sino estudiantes, y que cada uno de ellos es una historia a considerar a la hora de formarlo.

En este sentido, el pedagogo cubano, doctor en Ciencias Ramón López Machín, asegura que “el sistema educativo cubano, durante muchos años, ha funcionado con una concepción homogénea a partir de concebir el grupo clase como una amalgama análoga. La coincidencia de edad, territorio, costumbres, entre otras cuestiones, legitiman el esfuerzo continuado por lograr la uniformidad del conjunto”.

Vale aclarar que la multiculturalidad a la que se alude no es referida específicamente a etnias sino a la coexistencia de diversas asociaciones y grupos, formales o informales, diferentes géneros, orientación sexual, credos morales e ideológicos, religiones, etc.; lo cual es un hecho en la escuela y en la sociedad en su conjunto, como sucede en todas las geografías del planeta.

Pero para la escuela cubana la diferencia entre los alumnos está esencialmente dada por las distintas capacidades de aprendizaje. Incluso, al hablarles de diversidad a los educadores, no son pocos de ellos los que se remiten inmediatamente a escolares con alguna discapacidad, matriculados en la llamada educación especial.

Pero especiales son todos y cada uno de los muchachos que este lunes 4 de septiembre ocuparán pupitre en las aulas. Y si así se considerara a los efectos de las políticas educativas, y sobre todo, en la práctica educativa, la escuela podría convertirse “en un contexto de socialización privilegiado para lograr individuos aptos para coexistir fraternalmente con los otros/diferentes. No sólo debe transmitir un conocimiento disciplinar, sino entrenar en la cultura de la democracia, a través de procesos de negociación/concertación, del ejercicio de la libertad de palabra, pensamiento y examen y de la toma de decisión colectiva”.

Ese es el punto de vista de la Doctora en Ciencias Sociológicas Yisel Rivero Baxter, profesora del Departamento de Sociología de la Universidad de la Habana e Investigadora Auxiliar del Instituto Cubano de Investigación Cultural Juan Marinello, en su artículo Diversidad cultural en Cuba. Tratamiento en la institución escolar, publicado en línea en 2015.

Dicha experta propone “hacer de la práctica escolar un espacio de intercambio, consenso y no de imposición o dominación sociocultural. Esta experiencia vivida en la institución escolar, permitirá un aprendizaje susceptible de ser aplicado en otras esferas de la vida social. Se trata del desarrollo de un “saber participar”, siempre y cuando se logren desplegar todas sus potencialidades.

“Sólo viviendo en forma democrática en la escuela se puede aprender a vivir y sentir democráticamente en la sociedad”, recuerda el también pedagogo y catedrático español Ángel Pérez Gómez.

Dejar de lado la diversidad, la multicularidad presente en cada aula cubana, no es para nada una intención preconcebida. Sucede que el empeño de asegurar igualdad de oportunidades para todos parece haber desdibujado la importancia de la individualidad a ojos de educadores y de otros formadores y decisores, concibiendo una supuesta homogeneidad social como garantía de cohesión y unidad.

Pero es que en el reconocimiento y aceptación del otro con sus peculiaridades radica, precisamente, una de las fortalezas para conseguir esa cohesión. De ahí que la escuela cubana debiera insistir en esa asignatura que tiene pendiente para dar paso a una educación menos vertical y más participativa, más respetuosa y tolerante, donde educador y educando interactúen y aprendan mutuamente.

Si se coincide con la doctora Rivero Báxter en que” la diversidad cultural constituye una fortaleza para los procesos formativos”, entonces se irá dejando atrás una educación paternalista y asimétrica, en la que el maestro es quien siempre decide e interroga, a la vez que sus alumnos memorizan sin generar o crear. No es la generalidad de los casos, pero así, lamentablemente, puede constatarse en más de un aula cubana.

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El camino anda, según esta y otros expertos, por pautar dinámicas escolares y lógicas curriculares que atiendan las necesidades de todos los educandos así como a sus condiciones de vida, conociendo asimismo, qué las condicionan.

Hay que, indica la pedagoga citada, “subvertir la lógica de asumir al maestro como dispositivo del sistema y a padres o alumnos como destinatarios del mismo, para empezar a percibirlos como sujetos históricos capaces de resignificar e implicarse, desde el compromiso social, en el proyecto social que construimos”.

El enunciado no es difícil de construir, lo complicado es volverlo práctica, tener en cuenta que este primer lunes de septiembre en cada pupitre se sentará un alumno con toda una historia personal alentando bajo su uniforme, guiándole el lápiz, los pensamientos y emociones, que, como canta el trovador, significan mucho más que números, más que un número en el registro de asistencia y evaluación.

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