Chucho y el piano

Chucho y el piano
Fecha de publicación: 
18 Agosto 2017
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En el escenario las luces caen sobre un piano colocado al centro. La inquietud aumenta entre los espectadores que ya están en la platea y los que llegan. Es un concierto único y de un solo instrumento. Algo un tanto raro como para provocar escasez de entradas.

Por la izquierda aparece el intérprete esperado, y el público estalla. El gran Chucho Valdés saluda varias veces, queremos darle una bienvenida cálida, que nos sienta. Pero se nota que quiere empezar a conversar ya con el lenguaje que más domina y goza. Quienes no lo hablamos estamos de acuerdo con él. Que empiece.

 Se abre el torrente. Lo que aparenta ser un piano se convierte, en unos segundos, en dos, e inmediatamente en nadie sabe cuántos. Los más gozosos se miran pensando que hay una orquesta sin instrumentos ni músicos que los toquen porque se han armonizado entre ellos con una fuerza que avanza y retrocede, se entrega o exige una atención extrema. La sensación es extraña, pero la especulación la detiene el disfrute.

La infinita libertad del jazz prevalece a tiempo completo y hace de las suyas entre esos dedos nacidos para esto. Las variaciones suenan a delicias que recurren desde uno u otro ángulo, se deslizan a velocidad imposible desde un pico tocado por el cielo, o ascienden por la misma ruta, siempre nuevas y exquisitas. Las citas incluyen a Ellington y a otros genios del jazz, pero están las Hojas muertas y hasta People. Nos sorprenden. Emergen de la nada, las armonías se mezclan, saltan unas sobre otras, se imbrican o desmiembran para regresar melodiosas y contaminantes e insultar a no más de dos eruditos. O quizás a ninguno.

El Maestro ahora pide permiso para tocar a Chopin. Con todo respeto, dice. Un clásico le habla a otro. Y entre ambos nos abren una siguiente compuerta. Uno se pregunta si están grabando ese concierto, para la televisión o para convertirlo en disco. Muchos jóvenes se sorprenderían por el efecto que les dejaría escucharlo. Lo necesitan, es apremiante.

La música cubana ocupa el espacio que le pertenece y todos habíamos aguardado. Y de qué manera lo hace. Los espectadores cantan, dan palmadas al ritmo que él establece. Las añejas, eternas canciones, se visten de pronto con piel de recién nacido. El coro suena como el mejor del mundo, y Chucho resplandece todavía más si eso fuera posible.
 
 Los resultados de este periplo, de este malabarismo de octavas y notas que ascienden o bajan, o vibran caprichosamente a mitad de camino, no podían ser más eficientes en su poder para inducir un cambio de estado en quienes estábamos del lado de acá de un telón que nunca estuvo cerrado.  

Nina Simone confesó en su biografía que la verdadera felicidad de su vida era sentarse a desgranar notas, porque descendía y se apoderaba de ella algo que no entendía pero tampoco iba descifrar. Simplemente lo dejaba hacer. Quienes asistieron a sus conciertos aseguran esa transmutación de la intérprete que con buenas razones era descrita como cantante pop, de soul, intérprete de jazz y de «something else».

Sin hacer un símil porque la magnitud del talento artístico jamás debía leerse de esa forma sino a nivel del goce psicológico, y por qué no, espiritual, del artista y del receptor, me atrevería a asegurar que este «something else» indefinible a nivel intelectual, es como un tipo de electricidad de un voltaje aún por descubrirse en los predios científicos, que permite unir a todos los grandes, desde un infinito respeto por su individualidad.  

Sosan, el antiguo maestro zen, debe haberse confabulado con el inmenso talento de Chucho, esa noche verdaderamente excepcional, para inducirnos ese estado sin (aparentes) causas ni relaciones donde ninguna comparación es posible.

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