La cuestión del reguetón

La cuestión del reguetón
Fecha de publicación: 
31 Julio 2017
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Convendría, eso sí, analizar la manera en que mucha gente quiere imponerlo a la fuerza... con todas sus implicaciones.

Nadie debe, nadie puede prohibir el reguetón. Aunque muchos quieran. Porque también hay muchos que saldrán a defenderlo. Es más, lo seguirán bailando y cantando por muy prohibido que esté (y ya se sabe el atractivo de «lo prohibido»). Prohibir, en cuestiones de consumo cultural, es absurdo. Sin contar el conflicto ético que implica prohibirle a alguien acceder a lo que prefiere.

El debate no está en la «legitimidad» del género, porque cientos de miles de personas que lo disfrutan en Cuba (millones en el mundo) son la prueba de que ha calado hondo.

No vamos ahora a ahondar en las razones por las que tanta gente sigue el reguetón, porque inciden disímiles cuestiones: culturales, sociales, económicas, de formación artística… Tampoco vamos a suscribir plenamente lo que plantean los que lo aborrecen, por considerarlo un atentado a la «buena música».

Convengamos en que este es un ámbito de subjetividades. Y aunque muchos crean que la «pobreza» (hay quien prefiere decir «elementalidad») del planteamiento melódico y conceptual del reguetón lo relegan a la marginalidad, lo cierto es que hay no pocas personas educadas, inteligentes, de «buena familia», «normales y corrientes» que lo «consumen» con placer.

A esos hay que sumar los consumidores pasivos, los que lo escuchan (y pueden llegar hasta aprenderse las letras) porque el reguetón está presente en muchos lugares públicos, en la cotidianidad del cubano.

Y ahí está el debate que nos ocupa: los espacios para el reguetón. Y otra cuestión: las implicaciones «extra musicales» de buena parte de sus expresiones.

Vamos a decirlo con toda claridad: como nadie tiene derecho a prohibir un gusto, nadie debería tener el derecho de imponerlo. Y el reguetón ha devenido agresión permanente para muchos ciudadanos.

En los parques, en algunas escuelas, en los ómnibus, en las aceras, en ciertas oficinas públicas, en los taxis, en las cafeterías (privadas y estatales), en los edificios multifamiliares… se socializa más reguetón de la cuenta. Y con volúmenes que entran en contradicción con lo establecido por la ley.

Se ha extendido una «cultura» del bafle para la calle. Y hay vecinos que asumen que decidir la música que tiene que escuchar todo el barrio es absolutamente legítimo.

Una y mil veces se ha dicho que los choferes del transporte público no pueden poner reguetón (ni otra música, por cierto) en los altavoces de sus ómnibus. Los conductores de almendrones tampoco deberían (aunque en ese caso las reglas son menos claras). Pero las disposiciones que regulan lo que se puede y lo que no se puede suelen ser papel mojado y pisoteado.

Queda clarísimo que hay bailes que no son adecuados para una escuela, pero algunos directores y maestros parecen ignorarlo, por más que sea una cuestión de sentido común.

Ese es el regueton que hay que contralar: el que agrede, el que se impone a la fuerza, el que afecta la tranquilidad ciudadana.

Y no es una campaña solo contra ese reguetón, sino contra toda la música alta y fuera de lugar. Habría que ver si la gente no protestaría si en una guagua «difundieran» por los altavoces una sinfonía de Beethoven.

Pero el problema del regueton no es solo lo que suena, sino lo que dice. En muchas de las letras hay conceptos, expresiones, actitudes ante la vida… que no comulgan con los valores más elementales de una sociedad contemporánea.

Hay reguetones misóginos, machistas, reaccionarios, extremadamente procaces… que no son aptos para su promoción en espacios públicos. Y no basta con que no sean difundidos por la radio o la televisión.

Tela hay para cortar. Regresaremos con el tema.

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