DE CUBA, SU GENTE: Los traficantes retornan a su lugar de origen

DE CUBA, SU GENTE: Los traficantes retornan a su lugar de origen
Fecha de publicación: 
13 Julio 2017
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Es ciudadano norteamericano, pero vive en Cuba hace dos años. Se llama Antonio, tiene 91 años y por haber participado en la Batalla de Verdún, en la Primera Guerra Mundial, el gobierno de los Estados Unidos le da una manutención que le permite ofrecerme hoy 200 CUC.

—Toma, niña, para que termines la construcción de tu casa.

—Gracias, Antonio, pero no puedo aceptarlo.

—¿Por qué no?

No lo sé bien, la verdad.

Antonio es mi vecino. Compartimos el patio. En realidad, nunca nos habíamos hablado. Pero la semana pasada un adolescente entró de madrugada a su casa. Le robó su laptop y unos cubiertos de la cocina. La laptop tenía un localizador anclado a su móvil y Antonio me pidió que lo activara.

Apenas lo hice, vi dónde estaba su computadora. Llamé a la policía y le conté del asunto, pero no hicieron nada. Vete tú a saber por qué.

En la laptop tenía todas las fotos de la guerra. Sus amigos de esa época tienen todos historias cortadas. Llegan hasta la Batalla de Verdún, en 1917. En esa batalla, a Antonio una bala le dio en la cabeza y estuvo casi diez años sin caminar… y tan deprimido, que perdió contacto con todo lo que no fuera pastillas para el dolor. No sabe qué fue de sus amigos.

Aparte de esos detalles, cuenta muy poco de la Guerra. Casi lo único que me ha dicho es que una vez mató a un hombre. Dice que tuvieron una lucha a muerte… con un cuchillo. Era entre él y el hombre. Antonio venció.

No parece darle importancia a algo que me cuenta entre líneas, pero que a mí me impresiona sobremanera: cuando Antonio le cortó con el cuchillo la aorta al hombre, lo que vio en sus ojos no fue odio, sino miedo. A la muerte. A estar solo. Lo que vio fue un pedido de ayuda. Y dolor.

Cuando me cansé de ver a Antonio esperar por ayuda para recuperar su laptop, fui a la dirección que marcaba el móvil. Ni sé de dónde saqué la valentía o la estupidez.

Resultó que la dirección no era demasiado lejos. No voy a escribir dónde porque no tengo intenciones de denunciar a nada ni a nadie. (Creo en la bondad humana. Creo que todo el mundo es o será bueno… solo que a algunos les va a tomar varias vidas).

Llegué a la dirección y empujé la puerta con una patada. Era el tipo de puerta que cedía ante una brizna de hierba, pero le di con todas mis fuerzas. Se abrió golpeando la pared y dejó ver el resto de la casa, que era bien diminuta.

Había una laptop sobre la mesa. La cogí mientras gritaba sobre los derechos de la humanidad y sobre cómo el hombre no debería nunca ser lobo del hombre.

Yo llevaba un tubo de hierro y le di con él par de golpes al piso. No tenía intenciones de romper nada; era más el aspaviento necesario para que el hombre que estaba entre cajas, tomando y fumando, no reaccionara. Y funcionaba: el hombre me miraba medio atontado, intentando, supongo, comprender cómo ligaban mis motonetas y mi diatriba poco ortodoxa con los tubazos contra el suelo y las paredes.

Intentó decir algo, pero no supo qué. Y yo me fui de ahí… sintiéndome invencible.

—¿No habrás recuperado también, por alguna casualidad, el cargador? —me preguntó Antonio cuando vio la laptop.

Coño.

—No.

—¿Por qué no?

—No lo sé. No pensé en eso, supongo.

Le pedí permiso para entrar a su casa y llamar por teléfono. Llamé a un herrero que conozco. Le pedí que viniera a mi casa a poner una reja en nuestro patio.

—Pero lo vas a pagar tú, ¿verdad, niña? —me dice Antonio, que escucha mi conversación—. Los 200 CUC que no quisiste se los di a la vecina, que también está en construcción. Oye, necesito también el cargador. Si no, no hago nada con la laptop, ¿entiendes?

Acabáramos.

Fui para mi casa, directo a la cocina. Refrigerador. Cerveza. Luego el mundo volvió a tener los colores tenues del atardecer en el trópico.

Entonces me senté a escribir un poema al hombre que mató Antonio.

Sé que es alguien que murió en 1917. Que probablemente ya no existan ni sus huesos. Pero me gusta pensar que todos somos parte de lo mismo. Que del polvo vinimos y hacia el polvo vamos y que es polvo lo que tenemos en común.

Y que si escribo un poema a un soldado muerto, también, de alguna manera, le estoy escribiendo a Antonio, y al hombre que le robó su laptop, y a la vecina a la que Antonio le regaló 200 CUC. Y a mí misma. Yo también soy polvo común.

Para mí, también, estos versos:

Cumplido el tiempo

Reinan los viejos compromisos

Los cuerpos retornan a sus límites

Solas vuelven las piernas a ser tuyas

Recibes tus brazos nuevamente solos

Regresan a tu cara los labios secos

Tiernos, tristes, regresan.

Es el instante de readmitir las tristezas

De permitir a tus labios pronunciar todos los nombres

Los dedos han dejado de estirarse

Pretendiendo ilesos abandonar su orilla

Derrotados ingresan a alisar tu cabello

Los sexos, vueltos a cada uno, concluyen su viaje vano,

Se instalan en su legítima zona propia

Porque nada en fin ha cambiado

Los traficantes retornan a su lugar de origen.

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