Te lo debía, mi padrazo

Te lo debía, mi padrazo
Fecha de publicación: 
18 Junio 2017
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Le pregunté cómo estaba y casi me disparó: «Nunca pensé que ponerle el cintillo a las niñas me iba a dar tanto trabajo. Yo con lo demás lo paso bien, pero esto de peinarlas por la mañana me causa pavor; lloran, se molestan porque no lo sé hacer bien…».

La esposa de Ariel, otra destacada periodista, Dixie Edith, viajó por unos días y dejó a sus niñas al cuidado de su padre, que se angustiaba por no poder desenredar y peinar el pelo de sus dos pequeñas, aún en primaria.

El rostro de mi vecino develaba una tristeza inmensa por su incapacidad. Lo que él no sabe es que cuando siguió rumbo a la escuela, yo me quede mirándolos a los tres, mientras mis ojos jugueteaban con las lágrimas.  

Me veía yo de esa edad con un ataque de asma, mi madre masajeándome la espalda y Papi frente a mí llorando por no poder hacer nada. Ramón Armas González, un pichón de isleño, mi padre, no era ni periodista, ni culto, apenas sabía leer y escribir, pero como Ariel, era un padrazo, el ser humano que más he querido.

A pesar de su poca instrucción, mi padre logró conmigo una comunicación total, primero con los juegos, y después con la confianza que depositó en mí. A los 16 años me descubrió fumando escondida. Yo temblé, pero él, a su manera, me explicó lo malo que era fumar y cómo no lo había podido dejar (lo logró a los 63 años, cuando ya tenía enfisema), pero me dijo: «si vas a hacerlo, no te escondas». Por suerte, yo logré dejar esa droga hace unos cuantos años.

El uso de las minifaldas para las mujeres de mi generación era un acto de enfrentamiento a lo establecido. Mi padre le decía a mi mamá: «deja a la niña; si no lo hace ahora, ¿cuándo lo va a hacer?».

Esa fue la forma en la que casi siempre se refería a mí: yo era su niña. Y por una historia que no viene al caso, yo aprendí a cocinar muy jovencita. A Papi le gustaba que yo lo hiciera.

Pero con la delicadeza propia del amor, algunos domingos me despertaba, con una taza de café y un cigarro encendido, para preguntarme: ¿Tienes deseo de cocinar? Si yo le decía que sí, iba a hablar con mi madre, una mujer que amó desesperadamente hasta el fin de sus días, y le decía «Cary, la niña quiere cocinar, vamos a hacer cualquier otra cosa tú y yo». Así todo el mundo quedaba contento.

Aprendí a jugar dominó con él y luego no quería otra pareja, también me enseñó los trucos de la pelota. En un juego creo que panamericano llegué de dar una vuelta al parque (tradición holguinera) y me pongo a ver el juego con él. Sucedió lo inesperado: un pitcher al bate (entonces no había designado), bateó un hit que impulsó dos carreras y permitió que nuestro equipo dejara al campo al otro y alcanzáramos el campeonato. Yo metí un salto y por curiosidad, durante varias horas, busqué el pedacito de tacón (de una puya) que se partió, mientras Papi reía.

Para mi viejo, un simple peón de albañil, el triunfo de la Revolución significó uno de los días más felices de su vida. Con él, en un caballo medio penco, fui hasta el río Júcaro, por donde entraban los rebeldes. Me regalaron collares de Santa Juana y fui parte de aquel tornado del enero de 1959 y los años por venir.

Fui creciendo, me bequé, y Papi fue el depositario de todos mis secretos, incluso, aunque parezca insólito, de los más íntimos.

Que leyera mis textos (primero en el periódico Ahora, luego en la revista Somos Jóvenes y muy pocos números de El Caimán Barbudo, no le dio tiempo) nunca me pareció raro, pero el día que llegué a la casa y lo vi leyendo Embajada de Perú: Análisis de una campaña propagandística, mi primer libro, casi se me salen las lágrimas. Ese texto (en coautoría con Alberto Salazar y Roberto Gilí) es un volumen de investigación, lleno de datos y comparaciones, útil para alguien  interesado en esos asuntos específicos.

Puedo seguir escribiendo anécdotas, como que me senté en sus piernas, como hice siempre, el 16 de diciembre de 1983, ya tenía mucha disnea y me pidió un trago de ron. Fui a buscarlo y cuando se lo traje, mi madre no protestó, pasó trabajo para tomarlo. El sábado 17, antes del mediodía, le cerré sus ojos para siempre.

Su ausencia me golpeó (y de qué manera), pero con el tiempo pude hablar de mi padrazo sin lágrimas, y hoy por primera vez escribo. Sirvan estas líneas para Ariel, Joel, Ángel, Luis, Fidelito, y tantos hombres que conozco que pueden cumplir un refrán parafraseado: «padre no es cualquiera».

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