Las vidas del libro que encontraste

Las vidas del libro que encontraste
Fecha de publicación: 
13 Marzo 2017
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En un local comunitario ubicaron la biblioteca personal de alguien para que se sirviera quien quisiese.

Entre los anaqueles desvencijados del lugar habían distribuido sin cuidado aquella biblioteca de centenares de buenos libros, olorosos a tiempo, a saber añejo.

Me estuve largo tiempo contemplando, sin siquiera atreverme a tocar un volumen, mientras dos o tres advenedizos picoteaban aquí y allá con ambición.

¿Quién había sido el o la propietaria de aquella fortuna? ¿Habría muerto, habría partido definitivamente a otro país, o, simplemente, había optado por una vida minimalista, y para aligerarse legaba a otros lo que ya le había nutrido?

Nadie habría de responderme, pero los libros me hablaron: No parecía ser una persona joven. Había textos publicados en los años 60 y aún antes. Las páginas amarilleaban, con ese tenue velo que dan los años al papel y a ciertas miradas.

Muchas carátulas se veían ajadas, como señora que vuelve a casa al amanecer, caminando despacio, luego de una noche desbocada.

Así andaban las carátulas, rezumando el buen cansancio de andar entre manos; los lomos, aún firmes, pero a punto de rendirse cual Atlas exhausto de tanto firmamento sobre sus espaldas.

Supe que el propietario de aquellos libros había sido feliz entre ellos, sumergido en ellos.

Por eso, con el mismo respeto con que se entrega la última flor, revisé y volví a revisar títulos, y, con cuidado, retiré un único libro.

Aquí a mi lado lo tengo para volver a releerlo. Ya lo había disfrutado en formato digital, pero nada es comparable con tener un libro de verdad entre las manos.

Además, sé que con este me he traído mucho más que las palabras que contiene.

He traído también la callada alegría de aquel que fue su dueño cuando lo compró, en alguna librería ya inexistente; su placer de sentirlo suyo y desgranarle las páginas como quien abre y cierra un abanico prometedor de muchos frescores,  como palmearle por primera vez el cuello al cachorro que recién te han regalado diciéndole, sin decir, ya eres mío.

Junto a ese viejo libro me he hecho también responsable del exacto minuto en que su propietario decidió empezar a leerlo, quizás luego de irse a la cama, o después del almuerzo, o acomodado en un banco de quién sabe qué parque —porque es de esos libros cuya primera lectura debiera hacerse en un hermoso y callado parque de domingo.

Me he apropiado así de su discreto placer al paladear una que otra página, de sus evocaciones, tal vez hasta de sus arrepentimientos, que asomaron a mitad de cierto párrafo o al acodarse reflexivo en un punto y  coma.

Entre estas hojas gastadas, con olor a madera vieja, a liquen, a quietud, casi puedo sorprender el alentar de esa otra vida a la que llegaron cuando eran todavía hojas blanquísimas y solo podían contar historias de tinta recién impresa. Y poco a poco se fueron añejando entre los avatares de un hogar otro, que no sé por qué intuyo en sus finales solitario y con poco sol.

Pero en la página cuya esquina doblaron aprisa, quedó adormilado el aroma de cierto almuerzo: vamos, que ya está servido, y el lector hizo de buena gana la marca en la hoja, para bracear en la apacible y reconfortante rutina de un almuerzo en familia.

O tal vez fue una llamada telefónica la que le hizo doblar la página para acudir, con el corazón a flor de camisa, a la cita de su vida; o fue sencillamente el cansancio de una jornada, tanto o más gris que la anterior, el que le obligó a marcar y cerrar el libro, cuando ya los ojos se le cerraban y empezaba a soñar que leía la historia de un tipo aventurero y contento.

En la página 138 hay una mancha, breve, como si hubieran puesto allí a disecar una hoja de árbol. O tan solo fue una gota de café u otra bebida que cayó por descuido y quiso dibujarse como silueta de hoja de árbol.

De cualquier modo, ahora también soy propietaria de ese mínimo y ambiguo fantasma, al que deberé, con calma y ganas, armarle su propio currículo. Y si fue una hoja, deberé imaginarle un verde bien especial, nervaduras como las de la muñeca y el brazo de un niño, ramas que la conforten, aguaceros…

Y si fuera gota de café, pues tendré que suponerle borboteando en la cafetera de alguna tarde hecha a la medida del tibio olor que esparce, del ronronear del agua junto al polvo negro en definitivo abrazo.

Hasta tendría que imaginar el gozo del dueño del libro llevándose a los labios la tacita humeante, su gesto de disgusto al descubrir la gota en la página.

Pero, por ahora, solo estoy acostumbrándome a ser la dueña de este nuevo viejo libro con todas sus vidas.

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