DE CUBA, SU GENTE: El arte y otros demonios

DE CUBA, SU GENTE: El arte y otros demonios
Fecha de publicación: 
8 Febrero 2017
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Hace un tiempo me invitó a su apartamento de Nuevo Vedado, donde iba a exponer su última restauración de cuadros de Julia López. Para entrar a la casa del mexicano Luis tuve que darle una contraseña a un custodio. Me quise hacer la graciosa en la entrada, y dije como contraseña que vendía enanitos verdes, a dos por un peso. Pero el custodio era mexicano y para colmo, de la generación de Frida Kahlo, y no entendió las alegorías al cine cubano contemporáneo. Muchísimo menos de dibujos animados. No sé en qué estaba yo pensando.

De la nada aparecieron dos mexicanos gigantescos y me pidieron, con cara muy agria, que los acompañara a una habitación oscura. Pensé en los 43 estudiantes de Ayotzinapa. Se me ocurrieron, justo en ese momento, como veinte grandes novelas que escribir, muchas personas maravillosas a las que conocer, y algunas ya conocidas a las que podía abrazar y decir te quiero.

Pero resultó que mi amigo Luis también se las quería dar de gracioso y había mandado a hacerme una broma. (Está de más decir la autenticidad de mi risa). Salió de la habitación oscura con una botella de raicilla, que —según me dijo— era una mezcla de tequila y de mezcal y que solo podían con eso las mujeres muy fuertes y algunos hombres.

Con dos tragos de raicilla encima entré a la exposición de arte de casa de Luis, el mexicano nieto de cierto expresidente que prefiero no mencionar, porque este texto no va de él, ni siquiera de Luis, sino de cierto suceso que pasó en esa exhibición. El suceso empieza con cierto chico que estaba allí.

Estaba tomando chiles en nogada cuando lo vi por primera vez. Se acercó a mí y me explicó, como si me conociera de toda la vida, que los chiles en nogada era un plato que representaba a México porque los colores de la comida eran los de la bandera mexicana. Yo le dije que de México solo conocía el guacamole, que «sabía hacer como los dioses» —me autopromocioné.

En la exposición de arte se hablaba de todo… incluso de arte. Este chico, que se autodescribió como un artista (lo que sea que signifique eso), me propuso hacer una escultura conmigo.

Como la raicilla es extremadamente fuerte, mi respuesta fue: qué debo hacer.

En fin, que en algún punto de la exhibición de arte terminé con un brazo envuelto en cera. El chico dijo que lo más importante de un escritor era su brazo. Y yo, viéndolo envuelto en cera, dije que era preferible variar de errores a insistir en el error.

Estando presa de mi brazo, en la cera consumida, llegó la novia del chico. Preguntó que quién yo era y que por qué la atención del chico se volcaba entera en mí. (Cabe aclarar que tanto el chico como su novia eran cien por ciento cubanos).

La fiesta andando. La exhibición en su apogeo. Con fotos de Julia López por todas partes, y muchos camareros con copas de tequila dando vueltas. La gente conversando, más mirándose entre ellos que a las pinturas, como en toda exhibición de arte que se respete. Porque importa más el ego que el arte, qué se le va a hacer.

Y en el medio de todo eso, la novia cubana del chico, gritando. Celosa. Histérica. El chico, impecable, dijo algo sobre cómo los celos, hijos del amor, se podían volver parricidas.

—Tú te crees artista, pero en realidad eres un terrorista exitoso, y en el amor un fracasado —dijo ella y dio media vuelta.

El chico se fue detrás de ella.

Luis vino a verme y terminó la escultura de mi brazo, que se volvió en un minuto lo más interesante de toda la sala.

—La gente es rara —comenté delante de todos y nadie se sintió realmente aludido. Como si discurso fuera parte de performance— La gente es rara —continué— Y el arte vivifica a la humanidad y aniquila al artista.

Hasta el día de hoy está la escultura de mi brazo en la sala de casa de mi amigo Luis, nieto de cierto expresidente mexicano. Pero por alguna razón, hace mucho que no me invita a verla.

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