DE CUBA, SU GENTE: Mi primera cita después de un año de celibato

DE CUBA, SU GENTE: Mi primera cita después de un año de celibato
Fecha de publicación: 
23 Noviembre 2016
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Tiene unas parcelas de tierra frente al Mediterráneo, y par de meses al año se la pasa recluido allí, nadando y escribiendo, porque este muchacho es, acabáramos, escritor. Con un montón de libros publicados por todo el mundo, que por ser traducidos, están hasta en el idioma esperanto, lengua que, por cierto, él habla fluidamente.

Quedamos en vernos en el Museo Nacional de Bellas Artes. La verdad es que nunca habíamos hablado fuera de los márgenes del trabajo, y siempre de situaciones propias del mismo. Pero esa mañana me invitó a tomarnos un refresco y pensé que, dada mi soltería y mi celibato, tomarme un refresco con mi jefe era un acto sin consecuencias.

Pero Daniel resultó un personaje muy parecido al de las novelas que escribe; el tipo de persona cuya relación siempre deja consecuencias. Estábamos frente a un cuadro de Tomás Sánchez cuando me di cuenta.

—¿Sabes por qué te he pedido vernos en este museo? —me dijo, sin que viniera a tema— Porque me estoy quedando ciego y quiero acaparar toda la belleza del mundo antes de perder la visión.

Enseguida sacó del traje que llevaba —Daniel siempre usa traje, no me lo imagino con short y sandalias— una foto de una jicotea diminuta.

—Esto es lo que más amo en el mundo. Cuando ya yo no esté en él, ¿la cuidarías por mí?

—Seguro —creo que respondí, algo reticente. No sé qué parte de mí intuía demasiado drama.

—¿Me acompañas después al Hospital Calixto García?

—¿Tienes a algún familiar ingresado ahí? —pregunté.

—No, es que quiero regalarle dinero a los enfermos… compartir un poco de mi riqueza con los pobres de la tierra.

Ahí mismo lo detecté. Un escritor siempre tiene un sexto sentido para detectar el exceso de imaginación, mi eufemismo —no pudiera decir ahora si endémico mío— para los mentirosos.

Pero se lo perdoné. Cómo podría una escritora no perdonar la exuberancia de ensueños. Qué importa un adornillo aquí o acullá. La verdad de un hombre no se construye con lo literal de las palabras.

Se lo dije:

—No me interesa el significante de tus palabras, solo el significado, así que por mí puedes ser primo de Obama y nieto de Emmanuel Kant.

Me miró de arriba abajo.

—Creo que esto amerita un almuerzo —determinó.

Nos montamos en su Nissan 180SX, gris plateado, y más o menos en cinco minutos estuvimos en lo alto del Focsa. Pero cuando llegamos a La Torre, Daniel se puso mal:

Resulta que no podía concebir que hubiera alguien sentado en la mesa donde él solía almorzar. Le señalé las otras mesas del sitio, todas con una vista excelente de La Habana. Pero no. Tenía que ser precisamente la mesa que quedaba frente al mar, porque la tenía colocada a noventa grados exactos de la estatua de Martí, esa que está en la Tribuna Antimperialista. Era esa mesa y solo esa.

Esperamos porque se vaciara la mesa elegida. En el lobby —diminuto— del restaurante pidió par de cafés. Nos los trajeron en copas.

—¿Dónde está la taza negra? —preguntó Daniel.

—¿Qué taza negra? —se atrevió a preguntar, titubeante, el mesero.

—La taza negra donde ustedes suelen servir el néctar negro de los dioses blancos —Daniel tiene esas metáforas espontáneas.

—Hoy —declaró el mesero— estamos sirviendo el café en copas.

Ahí mismo Daniel se alteró.

—Si no es esa taza, no sirve; si no es esa mesa, no sirve.

Apuré mi café y alcancé a Daniel cuando estaba ya en el elevador.

—Discúlpame, ¿eh? —me pidió, y presionó el botón para que el elevador descendiera hasta el lobby del restaurante.

—Tranquilo —le dije. Cómo podría una persona obsesiva no perdonar a otra.

—Te voy a compensar…

Y para que vean cuál es, al parecer, la compensación típica de un escritor dueño de parcelas de tierra con vista al Mediterráneo…

—¿Conoces la Punta de Maisí?

—Sé que es lo más lejos que está del Cabo de San Antonio, pero nunca he ido tan lejos —confesé.

—¿Y te gustaría ir?

Vamos, lo que se sabe no se pregunta.

—Al auto, por favor —me indicó apenas salimos del Focsa.

Salimos de La Habana a una velocidad supersónica… y hay muy poco de exageración en la frase. Daniel manejaba sin respetar los Pare ni Ceda el Paso… ni a la policía, ni las líneas amarillas; nada.

Na-da.

Como si se estuviera preparando para romper la barrera del sonido.

Como si tuviera catorce años y tratara de impresionarme.

Como si quisiera morirse y que sus libros aún inéditos —múltiples— se publicaran póstumamente.

A la altura de Matanzas, recuperé el aliento lo suficiente como para pedirle que fuera más despacio. Ahí fue cuando me lo dijo.

—Has visto todos mis defectos y los has aceptado. Eres muy tolerante. Creo que te mereces que te saque del celibato.

Así como se lo cuento. Y yo maravillada de su magnanimidad (por favor, noten la ironía).

—Es más: cuando lleguemos a la Punta de Maisí —para la velocidad que llevábamos, tomaría muy poco tiempo— te haré el amor intensamente —me informó con total prepotencia.

Ahí mismo tuve que dejarlo de perdonar. Una cosa es un poeta obsesivo y otra bien distinta un ególatra.

—¿Crees que puedas dejarme aquí? —dije, en modalidad de pregunta retórica.

—¿Aquí? ¿En el medio de Matanzas? ¿Para qué? ¿Prefieres quedarte aquí, en el medio de la nada, que ir conmigo a hacer el amor a la Punta de Maisí?

—No te preocupes, tengo una prima que vive aquí en Matanzas. Tiene una casa con par de metros de tierra de patio, con vista al mar Caribe. Estoy segura de que puedo quedarme allí escribiendo, recluida, en lo que sale la guagua Astro de regreso para La Habana.

Qué les cuento de Daniel.

Es hermoso. Y sexy. Endemoniadamente viril. Y a los diez minutos de haberme dejado en la ciudad de Matanzas me envió un correo que me notificaba que la editorial española de la cual es dueño «había decidido prescindir de mis servicios». Usó un eufemismo universal para informarme que me había despedido.

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