DE CUBA, SU GENTE: El don de la ubicuidad (II)

DE CUBA, SU GENTE: El don de la ubicuidad (II)
Fecha de publicación: 
15 Junio 2016
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—Una tontería, un sueño —emití.

—Pero es su tontería, es su sueño —me justificó—. Tranquila, déjemelo a mí.

En fin. Que me llevó a un toque de santos.

Con su tablero de Ifá, sus respectivos movimientos sincrónicos, sus aspavientos y la gente curiosa, que se paraba en la ventana a ver qué realidad escondía el solar ese día. Con sus pertinentes caracoles sobre el tablero y par de palomas muertas. Asesinadas —dije yo—, y el taxista se encogió de hombros, evitando por las claras entrar en discusiones complicadas.  

—Hasta la gente que más se quiere termina fajándose por temas de religión o de política. Yo prefiero no opinar —me dijo el taxista—. Usted dirá cuándo la llevo a una realidad opuesta. O casi.

Después de eso, fuimos a una reunión del Partido.

No pudimos entrar, por supuesto. Ni sé cómo el taxista pudo saber dónde iba a haber una reunión, con militares, jefes de municipio, micrófonos, aire acondicionado, víveres en una mesa bufete, a un lado de la habitación…

Me quedé mirando desde afuera y vi, a través de dos bloques de cristales, cómo saludaban los militares la bandera cubana, y cantaban luego el Himno Nacional.

Y yo no sé por qué me puse a pensar entonces en una amiga mía —esa de la que te hablé la semana pasada y que había pasado la mañana en un hospital—. La llamé para saber cómo estaba de su legrado del bebé de cuatro meses, tres semanas y dos días. Estaba todavía sedada por la anestesia. Fue su hijo de cinco años el que me salió al teléfono y me lo explicó.

El padre del hijo de cinco años de mi amiga está hace más o menos esa cantidad de tiempo en Estados Unidos. Una vez él me llamó desde Miami y me preguntó si quería trabajar para ciertos periódicos cuestionables de allá. «Pagan bien», alegó. Le dije que no, que la tranquilidad no tenía precio.

El actual esposo de mi amiga, que vive con ella en Bauta, compra entre él y cuatro vecinos del pueblo un kilogramo de leche al mes para darles desayuno a sus hijos (y a los hijos de las mujeres que están con ellos, cuyos padres o emigraron o desaparecieron del mapa de los alrededores… si es que hay alguna diferencia).

Y yo no sé por qué me puse a pensar en todo eso mientras veía a los militares cantar el Himno.

También —para que veas cómo me pone de sensible vivir varias realidades a la vez— me puse a pensar en ese Perucho Figueredo del que nos hablaron tanto en la primaria, que después de adulta me enteré que dejó su carrera de abogado por cantar y escribir, que era lo que le gustaba hacer, y que murió traicionado por un hombre que trabajó para él.

Murió con úlceras en los pies, cansado. Asesinado.

Y ahora, frente a mí, unos militares cantaban su himno. Es más, ahora todo el pueblo cubano cantaba su himno.

Incluso los que hablaban de Babalú Ayé y tiraban los caracoles. Incluso los que traficaban con leche en polvo y queso gouda. Incluso el padre del niño de cinco años de mi amiga, que dice que odia el himno cubano y todo lo relacionado con Cuba. Todos, todos los cubanos cantamos el Himno.

Incluso el taxista, que me vio con los ojos aguados —ni sé por qué— y me compró un refresco tukola; «para tranquilizarme», me dijo.

Incluso yo, que ahora escribo estas líneas, que tampoco sé bien qué sentido tienen. Creo que voy a dárselas a leer al taxista, a ver qué él piensa de todo esto.

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