DE CUBA, SU GENTE: El lujo ocioso del amor

DE CUBA, SU GENTE: El lujo ocioso del amor
Fecha de publicación: 
21 Enero 2016
0
Imagen principal: 

Me dejaron devastada, llena de ansiedad y expectativa, acompañada tan solo de esos viejos retratos familiares que me atestiguan que soy descendiente de gallegos.

Estaba desanimada y con el alma a cuestas. Pero como al final soy, como tú que me lees, corona incandescente, sangre nunca apagada, ímpetu, arrojo… me lancé a los avatares del amor.

Si hay algo que pueda curar las mil viudeces del alma, es el amor. Él es la medida perfecta y reinventada; la razón imprevista, la eternidad; amada máquina de las cualidades fatales. Ah, sus hálitos, sus cabezas, sus idas y venidas; la terrible celeridad de la perfección de las formas y de la acción.

Hay que saber invocarlo, al amor. Aun con las fuerzas y los sentimientos cansados, bajo las marcas y en lo alto de los desiertos de nieve, hay que reconocer su aspecto, su cuerpo, su luz. Hay que hacerlo mientras se estiran las piernas y se contemplan motivos ingenuos de un tapiz. Hay que hacerlo pasando un dedito tembloroso por la mejilla, haciendo con los labios una mueca infantil.

Hay que, para hacerlo, dejar atrás los dedos amarillos y negros de barro y conversar con la dulzura impoluta de los idiotas. Hay que ser idiota.

A las leyes de la invocación sudé obediencia… y aparecieron seres perfectos, imprevistos, que se ofrecieron a que experimentara el amor con ellos. Pedí, deseé, y a mi alrededor comenzaron a afluir como en un ensueño, extraños, pero dulces gentíos que me ofrecían el lujo ocioso del amor.

Y dediqué mi tiempo a amar. Todo acto o idea anterior a mi amor perdió su cuerpo, su nombre y su tiempo. Una vez entregada al amor, ni los mismísimos recuerdos del cielo, anteriores a los balidos y al llanto, pudieron asirse en mi mejilla.

Después de (…) solo existieron el arpa, la lluvia y las palabras. El mar se volvió muchacho desnudo que me invitaba una y otra vez a degustar estrellas y a reposo de algas. Y la criatura desnuda de cuyo amor bebí se hundió en mis ojos.

Guárdenme el secreto: vi a todos los vinos dulces. Viví en una zanja de luz cálida, que me hizo el alma navegable. Y ya no estuve sola.

Fui feliz por un tiempo… que es —¿acaso?— suficiente en estos tiempos de derrumbe.

Pero en el ocaso llegó el día. La hora de las palas y los cubos. Disfrazado del tiempo, llegó el epitafio. No del amor. Pero sí de los compases para el alba, de las aceitunas y las abejas, de la flor, campanillas y enredaderas. La vida con su abrazo hizo de lo posible su ruina: ahuyentó la hoja y dejó par de manos, espantadas, estampadas en la nostalgia.

Porque el amor nunca es solo amor. Siempre, en algún momento, tiene una visita oficial de los límites, de cruces de ferrocarril y de voces que se calcinan. A mi amor lo atropelló una mancha de aceite. En consecuencia, le he pedido que no se me acerque; le he pedido distancia, la mínima para ir a llorar mis heridas. Y en la distancia el amor sigue conmigo. Ahí justo debajo —o por encima— de la brea y el fango, me sigue inventando; sigue construyendo en mí sus dinastías.

Pero te digo algo, hombre, mujer, mudo que me lees: no me arrepiento ni por un segundo de esa explosión de júbilo, dinamita, tierra desprendida, asalto al cielo, eco infinito que es vivir el amor.

Añadir nuevo comentario

CAPTCHA
Esta pregunta es para comprobar si usted es un visitante humano y prevenir envíos de spam automatizado.
CAPTCHA de imagen
Introduzca los caracteres mostrados en la imagen.