Un destino para los deambulantes

Un destino para los deambulantes
Fecha de publicación: 
29 Mayo 2015
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Vestidos con ropas ajadas y mayormente sucias, con la expresión de la inopia en el rostro, la mano extendida esperando la ayuda del bolsillo ajeno, suele verse a los deambulantes.

El acto de pedir dinero en las calles es global, incluso hasta en naciones poderosas que paradójicamente tienen índices de pobreza alarmates hasta en otras ricas que registran ciffras ínfimas ocurre, por lo que Cuba no está ajena.

Suelen estar en las calles más transitadas y, sobre todo, con potencial turístico. Allí, vemos algunos con ostensibles capacidades para trabajar que hacen de mendigar un negocio, pero también a otros, con edad avanzada o discapacidades mentales.

A partir de la crisis de los años 90 disminuyó la capacidad adquisitiva del dinero, y la retribución por el trabajo, en no pocos casos, se volvió prácticamente una cifra simbólica. La crisis de esta década en Cuba, conocida como Período Especial, produjo un ensanchamiento de las desigualdades socioeconómicas.

No puede decirse que todos los que piden dinero lo hacen más para lucrar que para subsistir. Pero tampoco puede decirse que el Estado los desconoce y obvia, porque realmente les ofrece alternativas para sacarlos de las calles y brindarles refugio, que si bien puede no ser el «ideal», al menos les da la oportunidad de no deambular porque se les ofrece techo y comida.

¿Qué tan desamparados están los deambulantes?

El último censo de población y vivienda arrojó que en nuestro país viven en condiciones de deambulantes 1 108 personas. Y aunque no es una cifra para nada alarmante, tampoco se puede despreciar. La inmensa mayoría, o probablemente la totalidad de ellos, vive de la caridad de otros.

 

En Cuba, el Estado ha tenido y conserva el peso fundamental en la dirección de la vida socioeconómica, incluyendo la atención a los sectores más vulnerables, y es una política nacional no dejar desamparado a nadie. De ahí que organismos como el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, Salud Pública, Vivienda y Fiscalía desarrollen una labor conjunta para atender a este segmento poblacional.

Cada día recorre la capital una guagua que les facilita el traslado hacia el Centro para el deambulante, ubicado en Las Guásimas. El ingreso a este centro es totalmente voluntario. Nadie puede ser forzado a permanecer allí, así que algunos rechazan esta alternativa para conservar «la libertad» de estar en las calles.

Pero la opción de ingresar al centro está al alcance de todo aquel que lo desee y necesite. En estos momentos conviven allí aproximadamente 170 personas, quienes no tienen la edad para ingresar a asilos de ancianos. Algunos han vivido ahí durante años; otros, incluso, han sido empleados por la misma institución y reciben un salario por laborar como jardineros, personal de mantenimiento u otras tareas, de acuerdo con sus capacidades.

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Yoe Majín Hernández, subdirector de Prevención y Asistencia Social del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, refiere que la filosofía de estas alternativas de auxilio no es recoger a las personas para que la ciudad simplemente luzca mejor o no lo vean los turistas. «La premisa es que son seres humanos necesitados que requieren atención y mejor calidad de vida».

El especialista indica que son acogidos por el centro quienes no tienen trastornos mentales, además de aquellos que no tienen derechos legales sobre viviendas. Pero toda persona desamparada, sin apoyo filial, tiene acceso a esta institución.

 

Por otra parte, para quienes presentan problemas mentales o tienen más de 60 años están disponibles el Hospital Psiquiátrico y los asilos de ancianos, respectivamente.

En Las Guásimas se les ofrece alimentación, refugio, atención médica, vestuario, servicio de barbería y podología; pero la estancia en este albergue requiere cumplir una disciplina, un horario. Deben convivir a tiempo completo. No es un lugar solo para pernoctar. De ahí que muchos lo abandonen porque prefieren la independencia de las calles y pedir dinero.

Para las personas que viven en condiciones de indigencia en el resto del país, las alternativas son semejantes. En tres provincias existen centros homólogos al de La Habana, en otras se dispone de una sala en sus respectivos hospitales psiquiátricos. 

El trabajo requiere ser diferenciado. Solo así se encontrarán las causas, cuya matriz generalmente radica en el abandono filial, limitantes financieras, alcoholismo y demencia. Escudriñar hasta encontrar los orígenes es el primer paso para ofrecerles a estas personas las soluciones más eficientes y humanas posibles.

Para ello es indispensable no solo el trato personalizado, donde los trabajadores sociales devienen eslabón básico, sino también el engranaje entre los entes que trabajan con estos afectados, además de la participación y solidaridad de amigos y familiares. Se espera que la solución se incline hacia la familia y que estos asuman una mayor responsabilidad. Eso sí, de no tener apoyo filial, el Estado siempre actúa en su respaldo.

Historias de la calle contadas en primera persona

«Toda la vida trabajé en la industria básica. Exactamente 41 años. Me jubilé a finales de los 90 y recibí solamente 186 pesos mensuales de pensión. Después, con los aumentos, he llegado hasta los 270 pesos. El costo de la vida es muy superior a lo que cobro cada mes. Vivo solo. Mi esposa falleció y no tuvimos hijos. Debo “alargar” la pensión todo el mes, pero cuando envejeces tienes más gastos: los medicamentos, las dietas que mandan los médicos de frutas, vegetales, proteínas. Me da vergüenza mendigar, mucha, pero con la pensión solamente es muy difícil vivir. Nunca duermo en parques, ni aceras. Regreso cada noche a casa». (René, 80 años)

«Estudié en Alemania, allí me casé y tuve dos hijos, pero también comencé a consumir drogas y alcohol. Cometí muchos errores, hasta que me deportaron. Mis hijos a veces me mandaban algún dinero, dinero que yo cogía para beber. Ellos se cansaron de mis vicios y nunca más se interesaron en mí. No los culpo. Mira en lo que me he convertido. Ahora vivo de las limosnas que me da la gente, no tengo casa. He recibido asistencia social. Han intentado muchas veces desintoxicarme y llevarme a un albergue, pero no quiero, ni me pueden obligar». (Cheo, 58 años)

 

«Soy alcohólica. Vivía con mi hermana y mi madre. Peleé con ellas y las agredí físicamente. A mi madre hasta la hospitalizaron por las lesiones que le provoqué. Aunque sé que también tengo derecho, ahora ellas no me quieren en la casa. Vivir en la calle es un infierno». (Ania, 46 años)

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