Un divorcio desde los rezos y las ensaladas

Un divorcio desde los rezos y las ensaladas
Fecha de publicación: 
27 Octubre 2014
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Entre el divorcio, la Biblia y los vegetales existen, por más que cueste creerlo, varios puntos de convergencia. Finísimos hilos conectores que trascienden la frontera de los abogados, la palabra de Dios y las ensaladas, para armar una madeja de denuncias y reflexiones en torno al abuso y la discriminación de la mujer. Pero, claro, toda teoría que se respete necesita una historia atractiva para ser creíble.

¿Ella, después de años de continuos maltratos, decide separase de su marido y encuentra al Señor mientras engorda a base de lechugas y tomates genéticamente modificados, debido a la depresión? No. Esto no es un manual teológico sobre la dieta adecuada tras la ruptura matrimonial. Hoy hablaremos de teatro, de buen teatro, de mujeres, golpes, sufrimiento, risas y diversión —elementos que no son necesariamente excluyentes cuando el proscenio marca la pauta—, de “basta ya” y nuevos comienzos, de emancipación. Hoy, las del mal llamado sexo débil serán las más fuertes, a base de histerias y cabezazos, de llantos y de esperanzas.

Divorciadas, evangélicas y vegetarianas nos propone un paseo por las vidas de tres mujeres, un ejercicio de pensamiento bien atemperado bajo los cauces de una comedia que, como toda buena comedia, también incita a “mover las neuronas”. La obra, que parte de un texto escrito por el venezolano Gustavo Ott, nos llegó de la mano del grupo Trotamundo, bajo la dirección general de Verónica Lynn, Premio Nacional de Teatro en el año 2003, y la dirección artística de Max Álvarez.

Las pretensiones son pocas. Nada más que mostrar la grandeza del espíritu y del alma analizando las pequeñas cosas de la vida, el día a día, señalando a sus tres protagonistas como víctimas capaces de sobreponerse y emanciparse, porque ya es hora de sobreponerse y emanciparse. Un mensaje al mundo desde las tablas.

Beatriz (interpretada por Sheryl Zaldívar) es una divorciada triste y afligida que está al borde del abismo. Su desespero e incapacidad para luchar y salir adelante la llevaron a una terrible decisión: tirarse a los rieles del tren. En ese justo instante irrumpe Gloria (Giselle González), una vegetariana —que en ocasiones come carne— medio loca, gozadora, hedonista y sensual, que no para de maldecir a su amante (ausente) por no llevarla a la fiesta de su hermano —con quien también se había acostado.

Después de una serie acuerdos y desacuerdos las nuevas amigas deciden ir al cine donde trabaja Meche (Katia Caso), la evangélica, una cincuentona que vive una profunda contradicción existencial y que trata de purgar y guiar espiritualmente, a través de las escrituras y el santo oficio —a veces de forma folclórica— a estas dos ovejas descarriadas, sin saber entonces que ella también necesita asistencia, más que divina, terrenal.

De esta forma el destino entrelaza a tres mujeres totalmente diferentes, pero con idénticos anhelos: ser libres y empezar a vivir sin ataduras ni dependencias, desconocedoras, incluso, de lo que desean en realidad, pero evidenciándolo mediante el sufrir y el despertar a medida que la trama avanza y sus dimensiones evolucionan hasta convertirse en seres conscientes, que llegan a reclamar y luchar por sus derechos. Precisamente aquí descansa el pretexto y nudo conflictual de la obra, en un páramo de desesperación para nuestras protagonistas que deviene luz al final del túnel, mensaje.

 

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La obra de Ott hurga en las entrañas de las relaciones amorosas, marcando a la mujer como una víctima, harta de maltratos y lista para salir del closet —no ese closet, sino otro—, pasando también por temas como la maternidad, las profesiones y la independencia.

La puesta sobresale por su minimalismo, que ahorra complicaciones y enredos en el desarrollo gracias a un muy acertado empleo de los espacios en la escena. Hay que destacar el diseño de los personajes, interpretados acertadamente por las protagonistas, un trío de profesionales que habitualmente vemos en la televisión, pero con experiencia en el teatro.

Zaldívar empalma, a través de Beatriz, al sufrimiento mismo. Nos trae a un ser desgarrado, desorientado y a un paso del suicidio, que enamora por su ingenuidad y despiste. La actriz se mueve con mucha soltura, impresionando con esa potente voz y un toque exacto en la interpretación. Algo a lo que ya nos tiene acostumbrados.

Por su parte, González nos regala a una muchacha desinhibida y coqueta —tal vez la palabra quede muy por debajo de lo que realmente sugiere Gloria— que continuamente hace partícipe al público con sus provocaciones, en un papel que, al parecer, está dibujado exclusivamente para ella, sobre todo por la naturalidad y el encanto con que se maneja. Y es que la vegetariana nos sirve de eje conector, de guía en la historia, es quien pone al descubierto la personalidad y las miserias de sus dos amigas, y quien traza la ruta para la liberación definitiva. Si a ello le sumamos el hecho de que la actriz no está muy acostumbrada al proscenio, siendo el cine y la TV los entornos más habituales en su aún muy joven carrera, su interpretación cobra matices extraordinarios. Dos caras —ambas muy buenas— de la misma moneda.

Tengo que admitir que Katia Caso elaboró el personaje que más me sedujo. Meche es una falsa evangélica, igual de perdida y confundida, destrozada, frígida a la fuerza y por voluntad propia, y repleta de elocuentes saltos (incluso trastornos) de la personalidad sumamente graciosos. Es la más experimentada (Caso, aunque Meche también) y eso se traduce en una compenetración colosal con la “casta” señora que representa. Va y viene, del conflicto a la posible solución, de la risa a la seriedad, lanzando siempre una soga para sus amigas y siendo, al final, una más entre las salvadas. Porque si algo descuella en Divorciadas, evangélicas y vegetarianas es la complicidad y la solidaridad entre sus tres protagonistas, una parábola bien evidente.

No obstante, a la exactitud y aplomo con que el director, Max Álvarez, condujo la obra, habría que añadirle un par de puntos ciegos. Primero: la inclusión de tres monólogos —uno para cada actriz— que no le aportan, aunque tampoco le restan mucho, a la puesta. Segundo: un ligero, pero contrastante cambio en el final con respecto al original.  El texto escrito por Ott nos muestra la conclusión esperada tras la evolución de los personajes: la emancipación añorada, el respirar, tres mujeres que superan todos sus miedos y salen a comerse el mundo. Sin embargo, el canje nos deja ante un desenlace sin desenlace en el que se retorna al principio y no se deja claro a dónde van a parar estas tres amigas después de tanto debate sobre el yugo que le han puesto los hombres y sus deseos de emanciparse. Pareciera como si todo volviese a empezar y quedaran igual de perdidas. Puede que ahí haya un detalle sobre el que trabajar.

Amén de exquisiteces y reclamos la pieza refresca, divierte, nos obliga a replantearnos la esencia de la vida misma y, sobre todo, a mirar con los ojos de la igualdad, a dejar atrás —cosa a veces difícil— el machismo y la intolerancia. No importa si usted prefiere la carne o los vegetales, si odia a los abogados, si escoge a Buda o a Jehová. Divorciadas, evangélicas y vegetarianas propone el divorcio con la violencia y deja una ventana abierta para que también nosotros, desde una inclusión voluntaria y consciente, seamos protagonistas de esa obra aún por construir.

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