Máscaras clasistas de la violencia en Venezuela

Máscaras clasistas de la violencia en Venezuela
Fecha de publicación: 
16 Junio 2014
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Las manifestaciones que la derecha venezolana ha organizado desde que perdiera el poder, no reclaman reivindicaciones sociales y políticas concretas, sino, concretamente, la disolución del gobierno constitucionalmente electo y la eliminación del orden de trabajo que, partiendo de las normas del sistema de Partidos inherente a la política burguesa, se ha ido desarrollando en el país. Para ello, acuden a los estamentos legitimadores de la democracia vigentes en el entramado de la moral política de la modernidad. Como el proceso de pérdida de la mayoría en las urnas se va consolidando hasta mostrarse peligrosamente irreversible, y no han triunfado en las variables de golpe militar que han intentado, les urge recontextualizar el ejercicio de la fuerza y redireccionar sus efectos.

Para esta escalada de violencia continua desarrollada contra el gobierno del presidente Nicolás Maduro se emprende una estrategia de criminalización del poder que, aunque poder del Estado y por lo tanto una entidad que puede situarse por encima de esa sociedad, media, en este caso concreto, a favor de la masa dentro del espectro político imperante. Los tubos de ensayo de eso que han llamado “golpe suave” son, no obstante, los propios sectores de la sociedad civil en vías de reivindicación social. Cuentan con el apoyo incondicional de organizaciones de influencia global, como la USAID, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, o la Sociedad Interamericana de Prensa, entre otras varias que responden a los planes temáticos e ideológicos de los monopolios de la información.

Por lógica, cualquier acto de violencia y agresión a la ciudadanía debe tener como respuesta tanto la intervención policial como el consecuente ejercicio de la ley. El espíritu del orden constitucional moderno, heredero del espíritu revolucionario burgués, y guardián riguroso de su control social conservador y tímidamente reformista, necesita de una respuesta inmediata de la ley, mediada por la intervención policial, toda vez que ese orden se violenta. Y tanto la imagen de un cuerpo uniformado como la acusación formal en tribunales de justicia pueden ser elementos vitales de criminalización y uso de autoridad, una vez que se monte la campaña mediática global y se definan las fronteras del marco de los patrones de juicio que van a servir de precedente. Una revisión a los despechos de prensa revela hasta qué punto la ideología determina esa visión “polarizada” del conflicto, ocultando la verdadera sectorialización de la estrategia violenta y progolpista.

Lo que la oposición venezolana considera fracaso dentro del nuevo orden político, remite a un proyecto de redistribución de la riqueza que va más allá de la campaña electoral y comienza a dar crédito a una creciente masa de los históricamente desposeídos. No es un proceso simple, que dependa de un cambio revolucionario en el poder, aunque este sea el paso primero del largo camino. Obedece a trabajar sobre patrones de juicio que arrastran siglos de discriminación cultural y legitimación del dominio de las élites. Los avances son lentos, pues en esencia dependen de cómo evolucionen los mecanismos masivos de comunicación social, aunque inmediatamente después de transformaciones radicales los progresos se muestren mucho más palpables. Ello no implica, sin embargo, que sus resultados se tornen permanentes: necesitan ser puestos a prueba por el paso de la cotidianeidad y las costumbres.
La experiencia del socialismo del siglo XX en el poder ha demostrado que, a pesar del profundo progreso educativo, la ideología del nuevo orden necesita asentarse en la cultura y desarrollar en sus propios eventos los fundamentos esencialmente revolucionarios. De ahí que, a pesar de lo avanzado por la revolución bolivariana en materia de reivindicación social de la masa, los monopolios mediáticos puedan montar una estructura de comunicación que manipula en contra de la realidad la figuración primaria del sentido. Las máscaras de los manifestantes son, en puridad, la representación figurativa del enmascaramiento de la clase históricamente dominante como reivindicación proletaria.

Este engarce de transformaciones y reivindicaciones sociales sobre el propio sistema de la economía de mercado, muestra importantes resultados ideológicos que pueden asentarse sobre las prácticas culturales de la ciudadanía. Y en ello radica el verdadero peligro. El motor de movilización de estas élites sociales no se halla en la machaconamente alegada falta de democracia, ni en el presunto autoritarismo, ni en las manifestaciones de corrupción ni, siquiera, en el siempre presente paquete de instrucciones injerencistas. Con todo esto conviven cuando cuentan con mayoría de escaños y absoluto control de los poderes del Estado, sin que se vaya más allá de los escándalos de caso si alguna situación se escapa demasiado de la ruta.

El verdadero motivo de la reacción violenta y cínicamente enmascarada se halla en las conquistas ideológicas que la masa ha adquirido, considerando un derecho la igualdad de representación social, el ejercicio del poder institucional y, sobre todo, el libre y democrático acceso a la educación superior. No es casual que hayan sido las universidades populares objeto primario de descrédito y blanco de amenazas y agresiones violentas.

La clase históricamente dominante ha reorganizado su estrategia, para recuperar el poder y deslegitimar cualquier intento de revolución, aunque esta haya partido de sus propios preceptos democráticos, revelando la paradoja informacional del sistema de Partidos políticos con que la democracia moderna se ha representado. Y la violencia selectiva, apoyada por la guerra mediática, es uno de los pilares esenciales para su desarrollo. Le urge al chavismo mantener la paz, y el orden, para que no retrocedan las conquistas sociales que la Revolución Bolivariana puso en marcha.

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