HISTORIAS GUAJIRAS: Al cielo se sube...

HISTORIAS GUAJIRAS: Al cielo se sube...
Fecha de publicación: 
7 Diciembre 2013
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Hacía mucho tiempo que yo no montaba a caballo. Pero esa mañana, si quería entrevistar a uno de los mejores productores de café, no tendría otra opción que montarme en un brioso animal para subir a uno de los parajes más intrincados del lomerío del Escambray.

Allá arriba, donde vive el guajiro, no llega ningún carro, ni siquiera una volanta tirada por caballos; a lo mejor, si no hubiera tanto monte, una avioneta o un helicóptero podrían aterrizar en algunas de las cuestas. Solo un trillo, estrechísimo, conduce a su morada. Y hasta allí fui en mis andanzas reporteriles. Recuerdo que estuve como una semana que me parecía tener aún el lomo de la bestia entre las piernas.

Y por el camino, uno debe encomendarse a Dios, pues no pocas veces los precipicios te quedan a unos centímetros del casco del animal, y uno no quiere mirar para no ver las palmas más enanas que ojos asustados hayan visto jamás.

Justo en esos momentos hay que tragarse el miedo y ponerle un candado a la garganta para que no se salga a todo galope como caballo espantado.

Pero le aseguro que es una experiencia auténtica, quien la vive siente de veras que el periodismo es un oficio sin igual, exclusivo.

No fue la única vez que estuve en zona de riesgo. En otra ocasión se nos ocurrió subir hasta Bermejo, una comunidad intramontana que está más cerca del cielo que de la tierra.

Hasta allá, gracias a la Revolución, se puede llegar por un terraplén, más bien una terracería, hecha a golpes de guatacas, picos y otros instrumentos de labranza para picar piedras y abrir espacios en el monte.

Sucede que en esa aventura nos embarcamos en un tractor, único transporte posible tras varios días de aguaceros incesantes. Pero era un tractor sin carreta. Íbamos dos periodistas, una fotógrafa, un guía y el tractorista. ¡Los cinco en la cabina! Apenas comenzó el ascenso recogimos a una mujer con un niño chiquito cargado. ¡Ya éramos siete!, y a mitad del camino, pues otro hombre que iba para el mismo lugar. ¡Ocho!

El tractorista apenas podía maniobrar el timón y las palancas, y yo, como si fuera un turista extasiado con las exquisiteces del paisaje, iba con un pie en el estribo del vehículo, y el otro al aire, esperando por algún espacio.

Fue espectacular, y les aseguro que es mejor el ascenso que el regreso, porque aunque los creyentes digan que para abajo los santos ayudan y los materialistas que es la fuerza de gravedad, un tractor desbocado por esas cuestas resbaladizas asusta y las sonrisas se pierden por un buen rato de los rostros. Solo después, cuando uno llega de nuevo a la tierra, suelta un suspiro inmenso, y vuelve a enseñar los dientes. Lo juro.

Pero le cuento que ninguna de esas historias fue tan curiosa como la vez que el chofer del jeep del periódico Vanguardia, de Villa Clara, en el centro de Cuba, me engañó para que no lo dejara fuera de la aventura. El muchacho me aseguró que el vehículo tenía doble fuerza y que podía subir hasta Pico Blanco, otro paraje existente en los hombros del Escambray.

A media loma, cuando el jeep comenzó a patinar sobre una roca, tuvo que confesarse, y la fotógrafa, el acompañante y yo tuvimos que bajarnos para empujar. No sin antes leer en mis ojos una de esas reprimendas que duelen más sin palabras. Él sabía cómo soy con los mentirosos.

Al final, llegamos al asentamiento rural e hicimos el reportaje, pero al regreso fui yo el que provocó la pericia del chofer. Lo conminé a ir hasta una minihidroeléctrica al otro lado de un río.

Pues, hasta allá fuimos. Pero nos cogió un aguacero, de esos que son frecuentes en las montañas. Y el jeep se atascó. Ahí no valió que nos subiéramos los pantalones para empujar, aquello se hundía cada vez más, y la noche estaba anunciándose hacía rato.

¿Sabe cómo salimos del río? La foto que ilustra este trabajo lo dice todo. De no se sabe dónde empezó a bajar gente, unos con sogas, otros con guatacas, hasta que llegó uno con una carreta de bueyes, y fue esa nuestra salvación. Halados por la yunta logramos rebasar el río, bañados por el agua y el fango lanzado por las gomas del jeep.

No puedo negar que esas historias han marcado mi carrerita periodística. Que el periodismo de montaña, además de vértigo, provoca esa rara sensación de vivir al límite, de disfrutar arriesgarse para hacer la entrevista exclusiva o conocer el lugar de los hechos, sin que nadie te  lo cuente.

Ya sea a caballo, a pie, en tractor, en jeep sin condiciones o en bote, como sucedió otra vez en medio del lago Hanabanilla, pero esa se las contaré en otra historia guajira.

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