Muerte en La Habana (VI)

Muerte en La Habana (VI)
Fecha de publicación: 
20 Noviembre 2013
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LOS ELEFANTES NO LLORAN

–Nos es imposible autorizarlo a sacar a Yandi Espinosa –le dijo muy circunspecto el elefante, y por si Mismel se envalentonaba de nuevo, le apuntó sutilmente con un colmillo–. Para liberarlo usted necesita ser uno de nuestros concursantes o al menos miembro de la Sociedad Secreta de la Marquesa Dorada.

–¿No puedo hablar con el jefe… el presidente de la Sociedad? Lo conozco –lo amenazó Mismel pensando que al menos podía sacarle algún provecho a su relación con el enano de la Calle G.

El elefante saltó en su asiento (y con él toda la oficina). Pero pasada la sorpresa se echó a reír.

–Aquí no tenemos presidente… Usted querrá decir el delegado cubano, Gerardo Olivares, pero él no se encuentra hoy aquí. Puede venir mañana si quiere, pero dudo que tenga tiempo para atenderlo y además este tipo de asuntos soy yo el que los trata.

Al ver que sus explicaciones habían dejado a Mismel sin palabras, retomó su discurso inicial:

–Eso en cuanto a Yandi. La buena noticia es que ya no vas a participar en el concurso y ahora mismo comienzo tu proceso de expulsión.

–¿Cómo es que me van a expulsar si yo nunca ingresé voluntariamente?

–Nuestras normas no conciben salida sin expulsión… En tres meses estarás fuera, aunque le advierto que en lo que llega la baja debe cuidarse porque todos los concursantes tienen sus datos y esto es una competencia a muerte.

–¿Pero qué cosa son ustedes, una mafia!

–Esto es extraoficial porque como comprenderá no puedo irle contando al personal ajeno los secretos de nuestra unidad. Pero la Copa solo admite un ganador, que debe eliminar a todos sus rivales antes de pasado mañana.

Estas últimas dos palabras se clavaron como dardos en la mente de Mismel, extrañamente en lo único que pensaba a esas alturas era en acostarse en su cama y dormir en paz por un buen tiempo.

–Déjeme ver si lo entiendo. Uno, no puedo sacar a mi amigo de una cárcel a la que fue por equivocación. Dos, me expulsan de aquí en tres meses, pero cuando llegue pasado mañana me habrán matado en una competencia de no sé qué. ¿Estoy en lo cierto?

Tenía ganas de formar una buena gritería en aquella oficina, pero el teléfono sonó otra vez y tuvo que tragarse el deseo. El hombre paquidermo lo atendió y le hizo una seña de que esperara. Mientras Mismel echaba fuego por dentro él se reía, bromeaba con el auricular y luego, cuando vio la cara con que lo miraba haló el cable del aparato y se fue con él hacia el pasillo dejando la puerta entreabierta.

Entonces a Mismel se le encendió el bombillo. ¿Y si los papeles de la baja estaban por allí? En su vida había metido las manos en la propiedad ajena y mucho menos bajo presión. Él era de los que no veía Misión imposible porque los nervios se lo comían por una pata cuando Tom Cruise bajaba por el techo amarrado con una soga. Pero era eso o morir quién sabe si atropellado por un Chevrolet transformer o por un inspector de salud pública convertido en mosquito.

Con las manos temblando y todo, revolvió los documentos que estaban en el buró buscando alguna pista. El elefante continuaba riendo detrás de la puerta con la pata dentro para que no se cerrara. Mismel tenía un ojo en los papeles y el otro en la pata, que de vez en cuando se movía distraída. Entonces encontró algo que parecía servirle. Era como una autorización para recoger pertenencias confiscadas. Estaba llena, pero pensó que tal vez había alguna vacía en las gavetas y podía de una vez sacar a Yandi de allí.

Estuvo un rato pensando en darle la vuelta al buró y revisarlas. Si lo hacía y el señor aquel regresaba, no le iba a dar tiempo a sentarse en su silla; aunque la opción de irse con las manos vacías no merecía ni valorarse. Así que se sentó en la otra butaca y empezó a abrir y cerrar gavetas. En la última estaban los papeles que quería, pero se demoró un poco en descubrirlos porque vio algo inconcebible, incluso para un lugar como aquel.

Dentro de la gaveta se escondía una mulata en miniatura. Mejor no decir que se escondía, más bien estaba bastante cómoda sentada en un pomito sin tapa. La mulata cincuentona ni se inmutó cuando Mismel asomó su cabeza y luego la sacó rápidamente. “¿Está sentada en un inodoro?”, se dijo. Echó otro vistazo de todas formas para saber qué era aquello. La señora continuó bordando como si nada, allí (estaba claro), sobre un tintero de boca ancha. La verdad, por muy ancha que fuera aquella boca no existía peligro de que cayera dentro, porque le sobraban caderas y nalgas; eran de un tamaño –pensó Mismel– más inconcebible aún.

La mulata tampoco se asustó cuando una mano gigante para ella registró toda la gaveta y sacó un papel. Sí, era la planilla correcta. Mismel podía falsificar la firma y la letra del subdirector. Lo único que necesitaba era el cuño. Era de hecho un cuño un poco raro, como dos pulgares que decían “Subdirección” y “Atención al Héroe y Logística” cada uno. No podían ser del elefante porque tenía unos dedos muy pequeños. De quién serían… Tal vez venían incorporados al tintero, supuso Mismel, y trató de mover a la mulata con la mano.

Entonces, aquella diminuta señora se convirtió en todo un peligro. Se clavó al frasquito con fuerza; y por más que Mismel trató de levantarla e incluso sacudirla, no logró nada; todo lo contrario, cuando la mulata se dio cuenta de que estaba cediendo espacio empezó a dar unos gritos dignos de la ópera. Y Mismel tuvo que cerrar la gaveta para que no se escuchara afuera.

La conversación por teléfono parecía estar terminando, sin embargo el muchacho no estaba dispuesto a echarse para atrás. Que le metieran el pie los elefantes podía soportarlo, pero que también lo hiciera Pulgarcita era demasiado. Abrió la gaveta, trató de taparle la boca a la cincuentona con un dedo y ella ni corta ni perezosa se lo mordió. Entonces, escuchó al subdirector despedirse.

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