Los actores necesitan un poco de arrebato

Los actores necesitan un poco de arrebato
Fecha de publicación: 
26 Abril 2013
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Se dice rápido: 20 años. Pero otra cosa es vivirlos sobre la escena. Espectáculo tras espectáculo, frente a públicos exigentes, en la piel de personajes disímiles. Freddy Maragotto puede enorgullecerse de haber integrado —de integrar— colectivos importantes del panorama escénico nacional. Es, sobre todo, un actor de teatro, aunque haya incursionado en otros medios. Nunca cursó estudios profesionales de actuación, su formación fue sobre todo cuestión de práctica, de deseos de superarse, de atreverse… Y ahora es uno de los más reconocidos actores de su generación.

Conversamos con él en el teatro Trianón, unos minutos antes de una función de Calígula, puesta en la que interpreta —vocación siempre transgresora del director Carlos Díaz— el personaje de Cesonia.

—¿El actor es una persona singular?

—El actor es una persona común y corriente. Nadie del otro mundo. Eso sí, necesita una buena dosis de arrebato.

—¿Qué no podría permitirse un actor?

—Bueno, muchas cosas. Pero primero que todo no puede permitirse ser inorgánico. Francamente, no puedo con esos intérpretes inorgánicos, me enferman. Son como peces fuera del agua. Los actores tampoco pueden darse el lujo de no entrenar su voz, su cuerpo… que son sus instrumentos de trabajo. Uno tiene que estar al tanto de todo, tiene que interesarse en todo, tiene que ser muy curioso. El actor tiene que estudiar todos los días. Tiene que ver mucho: teatro, cine, ballet… También conviene ver malas actuaciones: la mejor lección para un actor es la de la peor de las actuaciones.

 

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—Sobre la escena, ¿pasión o razón?

—Tiene que haber una mezcla de las dos cosas. Si no hay fibra, emoción, todo resultará demasiado mecánico. Hay que sentir, obviamente. Pero siempre tienes que tener una zona que controle lo que estás haciendo, con cierta frialdad analítica. De manera que uno pueda equilibrar la fuerza emotiva. Uno puede experimentar un desgarramiento en escena, pero tiene que cuidar la proyección, la dicción… no se puede dejar arrastrar por el sentimiento. Resumiendo: hay que actuar con bomba, pero controlando la bomba.

—¿Algún actor modélico? ¿Alguien que admiras especialmente en este mundo?

—No tengo que pensarlo mucho: Jeremy Irons. Es un monstruo, un ser extraordinario. Más cerca, admiro mucho a Alexis Díaz de Villegas y a Fernando Hechevarría. Y ya ves, ahora estoy teniendo la oportunidad de compartir una obra con ellos. Los dos alternan en el papel de Calígula y yo hago el de Cesonia, que está muy ligada a Calígula. Es un privilegio tremendo.

—En este momentos integras dos compañías importantes: Teatro El Público y Teatro de la Luna. Son dos maneras muy singulares de asumir el hecho teatral, dos maneras de dirigir. Carlos Díaz por un lado, Raúl Martín por el otro…

—Son dos grandes directores y tienen algo en común: saben muy bien lo que hacen, escogen muy bien el repertorio, saben tratar a los actores. Son dos directores con una gran calidad conceptual, un gran conocimiento sobre el arte teatral, y al mismo tiempo, conservan un encanto singular, cada uno a su manera. Carlos es muy lúdico. Siempre me llamó la atención esa espectacularidad de sus puestas, era como si los actores lo estuvieran disfrutando todo (y sin dudas, lo disfrutan), como si hacer teatro fuera un maravilloso juego (lo que no significa que deje de ser algo muy serio). Con Carlos se trabaja con una paz envidiable, con mucha libertad, porque él siempre te deja participar en el proceso de creación, no es un director rígido. De hecho, a mí no me gustan los directores rígidos. Raúl Martín es quizás más “coreográfico”, se centra mucho en la construcción del personaje, en su movimiento escénico… Pero ahora que lo pienso, Raúl tiene mucho de Carlos… fue su alumno y eso se nota. Disfruto mucho trabajar con los dos.

 

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—Hablas del teatro con una pasión… ¿estás tan enamorado de este medio?

—¿No se nota? Adoro el teatro. Y quiero seguir haciéndolo. Claro, quiero incursionar en otros medios. Ya hice mi debut en el cine —en el cortometraje Afuera, de Vanessa Portieles y Yanelvis González—, pero me gustaría hacer más.

—Este personaje que estás haciendo ahora mismo, Cesonia, es bien particular. Primero, es una mujer…

—La primera vez que vi esta puesta me fascinó el trabajo de Mónica Gufantti en este personaje. Calígula fue muy importante en mi formación: de hecho, cambió la idea que tenía del teatro. Me di cuenta de que sobre un escenario no hay límites de género, las posibilidades se expanden. Eso me fascinó. El actor va al alma de los personajes. El sexo no es la esencia. Carlos Díaz ha sabido aprovechar mi androginia. Recuerda que antes todos los actores eran hombres, algunos se especializaban en personajes femeninos, trabajaban un registro de voz… Me encantan los retos. Hice Fedra en 2007 y ahí descubrí que tenía esa faceta femenina. Estoy convencido de que un actor no debería ser esquemático. Ya te digo, lo importante no es el aspecto o el sexo del personaje, hace falta llegar al alma, hay que descubrirla.

—¿Cómo llegaste a Cesonia?

—Te decía que vi a Mónica Gufantti durante las primeras funciones, hace unos cuantos años. Me quedé loco con ella, la disfruté muchísimo. Claro, en aquel entonces ni soñaba con interpretar ese rol. Hasta que en el reestreno vi a Ismercy (Salomón) haciéndolo y me quedé pensando. Le dije a Carlos: “Quiero hacer Cesonia, la camajana”. Me sedujo su personalidad, es ese tipo de personaje que con tal de mantener el poder es capaz de hacer muchas cosas, sin detenerse mucho en las implicaciones o en la ética. Llega el momento en que está tan atrapada en ese laberinto del poder, que no atina a hacer otra cosa que tratar de retenerlo. Ya te digo: es un personaje con muchos matices, y por eso me sedujo. Sabe muy bien a dónde va, y se regodea en el camino… no le interesa si hace bien o hace mal. Es un personaje riquísimo. A Carlos le pareció bien, y aquí estoy.

 

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—¿Tratas de parecerte a tus personajes o tratas de que tus personajes se parezcan a ti?

—Trato de parecerme a mis personajes. O sea, es un proceso a veces complejo, lleno de tientos y de encantos. De hecho, ese proceso de descubrimiento del personaje no debe acabar nunca, siempre vas encontrando nuevas ópticas, nuevas razones. Cuando un actor cree que ha terminado de comprender a su personaje, es que ya se está aburriendo. Yo siempre trato de conocerlos a fondo, y claro que hay mucho de mí en todo eso. Uno tiene una experiencia, una manera de ver las cosas… y eso siempre marca. Pero a mí me gustan sobre todo los personajes que no se parezcan a mí. Empezar de cero. Lo bueno es que la gente, cuando te vea, olvide que tienes un nombre. Soy muy feliz cuando eso sucede. Cuando hacía teatro de títeres lo viví muchas veces, la gente se identificaba con el muñeco, no con el que lo manipulaba (muchas veces ni siquiera lo ve). Fedra y Cesonia, por ejemplo, están muy lejos de mí. Pero he convivido tanto con ellas, que ya me identifico con sus reacciones, que me parecen lógicas.

—¿Te llevas el personaje a tu casa? ¿Te obsesionas?

—Nunca. El personaje se queda en el teatro. Cuando se acabó la función, se acabó la magia. Vuelvo a ser el que soy. A veces, durante el proceso de búsqueda, sí es posible que lo “saque” del teatro. En ese tiempo voy siempre pensando, viendo gente, comparando, conformando… Pero cuando ya lo tengo más o menos asumido, lo pongo en su lugar.

—¿Cómo llegaste a la actuación?

—Fui aficionado poco tiempo, en la universidad, allá en Matanzas. Cantaba en una brigada artística, no me pasaba por la cabeza ponerme a actuar. Hasta que un día vi una convocatoria de Papalote. Nunca había hecho teatro, pero la verdad es que me gustaba. Decidí presentarme. Me aprendí un texto de Benedetti y un poema. No sabía muy bien lo que estaba haciendo. Lo dije todo delante de René (Fernández, director de la compañía) y él me pidió que lo dijera con odio, con alegría, con tristeza… Todo lo hacía empíricamente. Me fui para mi casa y al poco tiempo me pasaron un papelito por debajo de la puerta: René me había aceptado y quería que hiciera un personaje. Ahí empezó todo. Te diré que por culpa del teatro no me gradué en la universidad, decidí apostarlo todo por este camino.

 

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—En Matanzas hiciste mucho…

—Sí, mucho. En 1994 me presenté en el concurso de la UNEAC, participando en el espectáculo Una cucarachita llamada Martina. Vine a La Habana y recibí una mención. En el viaje de regreso a Matanzas me dije: “Voy a tomarme esto en serio”. Incluso, me presenté a las pruebas para entrar en la escuela de arte, pero no me aceptaron. No me desanimé, seguí trabajando.

—¿Y el Teatro de las Estaciones?

—Rubén (Darío Salazar) y Zenén (Calero) eran parte de Papalote. Empezamos a hacer espectáculos de variedades para niños en el Sauto. De esos años es uno de mis personajes más queridos, el payaso Fosforito. No te imaginas cuánto extraño a Fosforito. Aquello se fue consolidando y hubo que ponerle un nombre al proyecto. La idea fue mía: Teatro de las Estaciones. Es que los primeros espectáculos tenían que ver con alguna estación del año. Para mí fueron tiempos muy difíciles, imagínate que era animador turístico en Varadero, tenía que buscar tiempo donde no lo había para hacer lo otro. Hasta que por fin el proyecto se concretó. Y ahí viví algunos de mis mejores años como actor.

—Lo dices con cierta nostalgia.

—Es que siempre me sentí muy cómodo en esa compañía. Fueron años de mucho trabajo, de mucho crecimiento. No parábamos. Yo le agradezco mucho a Rubén y a Zenén Calero, los admiro muchísimo. Mucho de lo que soy se lo debo a ellos. Exploré muchas técnicas de manipulación. Me formé como actor. Y siempre fue muy placentero. Tuve mucha afinidad con los niños.

—¿Extrañas trabajar para los niños?

—Muchísimo. Es un público muy difícil, a pesar de que algunos lo subestiman. Yo sé que en cualquier momento volveré a hacer teatro para niños. Es algo que me sale fácil. Lo difícil fue aprender las técnicas, pero cuando las dominé, todo fue sobre ruedas.

—¿Y por qué decidiste hacer teatro dramático, para adultos?

—Te repito: no abandoné a los niños. Ese teatro sigue vivo en mí. Pero tenía también otras necesidades artísticas. Y quería probarme. La verdad es que tampoco quería quedarme mucho más tiempo en Matanzas, necesitaba cambiar de aire. Me dije “Si soy actor, voy a ser actor en toda la amplitud del término”. Vine a conquistar nuevos espacios. Y te digo que no fue un proceso especialmente difícil ni traumático. Son varias manifestaciones, géneros… pero siempre es teatro. Y el teatro es la razón de ser de los actores.

 

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—¿Qué haces en el minuto antes de salir a escena?

—Respiro muy profundo, me persigno. Si estoy seguro del personaje (y siempre trato de estar seguro del personaje) dejo que toda fluya.

—Pero siempre puede haber imprevistos…

—Puede pasar cualquier cosa. Se te puede olvidar un texto, se le puede olvidar a un compañero que esté interactuando contigo… puede pasar cualquier cosa. Son cosas que les pasan a los actores. Yo soy perfeccionista, así que no me gusta que me pasen. Pero siempre tengo claro de que pueden pasar.

—¿Qué hacer cuando se olvida un texto? ¿Te gustan las “morcillas”?

—Francamente, odio las “morcillas”. Y a veces se abusa de ellas. Yo soy muy celoso con los textos, con las particularidades del montaje. Algunos actores, claro, tienen un talento extraordinario. Pero otros, cuando se ponen a “morcillear”, desdibujan el personaje, afectan la puesta… Claro, todo depende de la obra. Si se te olvida un texto, o se le olvida a un compañero, hay que tratar de resolverlo sin que el público lo note, y sin que se afecte la lógica del montaje.

—¿Qué te gusta más: los unipersonales o las obras con muchos personajes?

—A mí me gusta interactuar, me gustan las puestas con muchos actores. No dejo de reconocer que un monólogo es una oportunidad grande de lucirte, de probarte como actor. Nunca he hecho un monólogo. Aunque sí un espectáculo unipersonal que me montó René Fernández en 1994, Historia de burros. Surgió de una escena de la obra El poeta y Platero, la escena del titiritero. Luego René la alargó y la convirtió en un unipersonal. Yo lo estrené, era muy joven y no olvidaré nunca una función que hice en el patio de una escuela primaria en Sancti Spíritus… Salí de ahí llorando de la emoción pues los niños estaban tan contentos y encantados con aquello que no querían que me fuera, y me llamaban: “¡titiritero, titiritero!” Y me daban besos y abrazos. Aquello fue impresionante para mí. Pero te repito, me gusta la interacción, el gran espectáculo.

—¿Qué sientes cuando acabas una función?

—Si salió bien, un gran alivio.

—¿Sueñas que actúas?

—Sí, muchísimo. Tengo sueños rarísimos. Sueño que estoy sobre el escenario, en plena función, y todavía no estoy listo para actuar, no estoy vestido ni maquillado, me siento incapaz de hacer algo y tengo la obligación de hacerlo. Es terrible, despierto agitado. Entonces me doy cuenta de que fue solo una pesadilla, de que nunca me ha pasado algo así en el teatro. Y sigo durmiendo.

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